jueves, 20 de octubre de 2011

"EL ESTRÉS" (Tercera parte)



                Comencé el primer artículo de esta trilogía describiendo el estrés y sus consecuencias. Expuse como factor desencadenante la sobreestimulación  ambiental en que nos encontramos inmersos así como  las demandas exigentes y continuas, todo ello tan característico de  la vida moderna, asociada siempre a la prisa.
                Continué, en el segundo artículo, remarcando el hecho de que estos factores aludidos, aunque imprescindibles, no son suficientes para explicar ni la aparición ni el mantenimiento de los síntomas del estrés, sino que, además, hace falta contar con la colaboración de una predisposición interna, en la cual haga diana los susodichos factores desencadenantes ambientales.
                Resumiendo: hice referencia al célebre precepto de Epícteto: “No son las cosas las que afectan a los hombres, sino lo que el hombre piensa sobre ellas.” 



Así pues, atribuí a la actitud interna de la prisa  la principal responsable de nuestra estresante forma de vivir. Una prisa que nos ha ido invadiendo progresivamente, contaminando todos los aspectos de nuestras vidas, aguijoneadas por la contundente conciencia del tiempo que nos ha legado la modernidad.


                Esta ha sido la consecuencia inevitable de una gran disociación: la disociación profunda que se ha ido produciendo, a partir de la Ilustración (como punto histórico de referencia), entre Ciencia y Religión. 


Diferenciar ambos discursos fue algo imprescindible para la evolución del conocimiento y la dignidad humana, pero al desplazarnos  de una forma extremada e impulsiva hacia el otro extremo, ahora hemos de pagar los platos rotos. Si a finales del siglo XIX conseguimos “matar a Dios”, a lo largo del siglo XX hemos estado a punto, a punto… de matar al Hombre.

                Dominados por el empirismo materialista, hemos sido arrojados a un mundo cómodo pero desencantado. Desprovistos de la fascinación de lo invisible, nos hemos quedado con un universo plano, gris, estadístico y vacío de sentido. ¡Ya no hay Misterios de la Existencia, sino tan sólo enigmas científicos!
                Se ha rasgado, sin clemencia, el telón de fondo de la Espiritualidad y ahora hay que correr a toda pastilla, con una voracidad existencial, antes de que esto se acabe. ¡Nos hemos quedado sin tiempo!, pues nosotros, “tan pronto acabe nuestra efímera luz, tendremos que dormir una noche eterna”.

 Algo así les ocurrió a los romanos en la decadencia y caída de su Imperio, y el vitalista “Carpe Diem”, de Horacio, se deformó en una invocación desesperada a la vorágine de los sentidos. Fue entonces Baco quien triunfaba, con su intento de aliviar el dolor de sentirnos mortales, a través del éxtasis volcánico de las Bacanales.


Haciendo un paralelismo, el equivalente actual vendría a ser el estrés que nos inyecta nuestro dios posmoderno: El Consumo compulsivo
Y no es que por ser profano sea menos exigente que los  antiguos dioses míticos: El dios Consumo exige la misma obediencia y pleitesía: consumir con urgencia y sin descanso: da igual que sean vestidos, coches, viajes, masters  o cocaína…



                El dios Consumo se rige por el individualismo, el cinismo y la ironía. Comulga con el “todo vale”, con el “paso de todo” y con el  “total para qué”. “Siglo veinte cambalache, problemático y febril. El que no llora no mama y el que no afana es un gil...”

                Y en nuestro afán por consumir nos olvidamos de consumar. ¡Consumimos todo pero no consumamos nada!” Si nos fijamos, con atención, en esta voracidad insaciable podemos ver  también  un mecanismo de defensa de nuestra mente: a medida que la muerte se nos hace más presente, nos entran más las prisas y nos vamos espantando ante la imparable fugacidad del tiempo. 

Y si el cruel Cronos devora a sus hijos, entonces, tal vez  podamos, también nosotros, intentar devolverle la jugada, desgarrando a dentelladas  pedacitos del tiempo, intentando gozar a bocados frenéticos el momento. 
                Confundimos, pues,  vivir el hoy con vivir para hoy. Temiendo siempre lo que nos pueda estar esperando en la siguiente esquina, uno pretende hacer mucho en este día, pero no termina nada; nos movemos sin parar pero no acabamos de llegar a ninguna parte.

                Con tanta sobreestimulación, acabamos anestesiando la sensibilidad, a base de saturarla. ¡Pero ahí está el truco! Nuestro correteo desenfrenado de aquí para allá no deja de ser un mariposeo de flor en flor. En ese ir de bólido…, en ese vivir al límite… estamos confundiendo la intensidad con la velocidad. Con todo ello, en lugar de vivir intensamente lo único que logramos es hacerlo vertiginosamente. De esa manera no podemos darnos cuenta de lo que realmente está pasando.  Es un escape. Es una forma de defendernos, no sea que si nos paramos,  nos ataque, punzante, la pregunta:
“¿Quiénes somos?”… y  “¿Qué es todo esto…? … Y entonces pueda entrarnos el Vértigo de verdad…  La angustia, como diría Sartre, de descubrir que, en realidad, no sabemos el motivo.
               


1 comentario:

  1. Querido maestro de la vida:

    Me fascina la manera que tienes de entender la psique humana.
    Es curioso porque tus palabras se quedan en un recobeco de la mente y siempre salen al cabo del tiempo y hacen reflexionar.
    Y respecto a tu articulo, estoy de acuerdo con lo que dices de la modernidad, y todo los aspectos que mencionas,como el materialismo y que vamos con el reloj metido en las entrañas. Y cuando medio te das cuenta de lo vacio y futil que es todo (sobre todo uno mismo), posiblemente eres preso de ansiedades y de angustias.
    Un abrazo, continua escribiendo por favor!!

    ResponderEliminar