miércoles, 28 de septiembre de 2011

"Agorafobia." (Un mundo amenazante)


          Clásicamente definida como “pánico a los espacios abiertos”, la sintomatología de la Agorafobia ya fue ampliamente descrita por los neurólogos del siglo XIX:
Freud hacía referencia, dentro de los cuadros fóbicos,  a los ataques de vértigo que afectaban a la deambulación por la calle. Pierre Janet hablaba de las “fobias de las situaciones”, considerando a la Agorafobia como el prototipo de las mismas, y Legrand Du Saulle, por su parte, hizo una descripción tan expresiva de estos estados que me anima a transcribir literalmente sus palabras, aunque daten de 1877:   “El miedo de los espacios es un estado neuropático muy particular caracterizado por una angustia, una viva impresión y hasta por un verdadero terror, que se producen súbitamente en presencia de un espacio determinado. Es una emoción como si se estuviera ante un peligro, un vacío, un precipicio, etcétera. Al enfermo se le debilitan las piernas, se inquieta, y muy pronto el temor de caminar por la calle lo domina por completo. La idea de verse abandonado en ese vacío lo hiela de espanto, mientras que la convicción de ser asistido, como quiera que sea, lo apacigua con dificultad...".


La Agorafobia es un trastorno dominado por el miedo. En especial, por la Ansiedad Anticipatoria, la cual lleva a estar permanentemente preocupado y temeroso de experimentar episodios agorafóbicos, en los cuales se imagina que se vivirán penosas sensaciones, por lo general, relacionadas con incapacitación, con humillación pública, vergüenza, agobio e, incluso, crisis de ansiedad.

La Agorafobia suele ser un cuadro  complejo, bastante relacionado con la Claustrofobia, aunque esta última representa, precisamente, todo lo contrario: terror a los espacios cerrados. Esta relación es tan íntima que se habla del “Síndrome claustro-agorafóbico”. Y es que si se observa con atención, tanto en la Claustrofobia como  en la Agorafobia existe un elemento central común, ambas  se basan en un mismo temor, en una misma fantasía: “el quedar atrapado”. 

A primera vista puede parecer extraño que el temor de fondo de una Agorafobia sea el quedar atrapado, pero si se agudiza la comprensión, se verá que lo que preocupa y angustia, sobre todo, al agorafóbico es el imaginar que puede encontrarse en una situación incómoda, de la cual le resulte difícil salirse. Precisamente, el peso de la incomodidad reside, principalmente, en ese detalle: lo embarazoso y complicado que sea, o parezca ser, el  poderse escapar.

Otro detalle a sumar a lo antedicho es la sensación de inseguridad  que  experimenta la  persona agorafóbica. Así pues, es típico que tales personas consideren que ciertas situaciones les puedan resultar amenazadoras y sentirse desprotegidas, para solventarlas sin la ayuda de alguien de confianza a su lado. Esto nos lleva a otro síntoma de fondo: la dependencia. Necesitan con urgencia apoyarse en alguien. Precisamente, una forma muy habitual de manifestarse esta ansiedad agorafóbica es con la sensación de perder el equilibrio, de mareo, de caerse en medio de la vía pública…  Algunos intentan prevenir este riesgo atreviéndose a salir a la calle, pero llevando siempre el carrito de la compra, el cual utilizan para apoyarse, librando, así,  un pulso continuo con la ansiedad.


       La situación se suele vivir, o imaginar,  más grave contra más lejos se sitúe de su domicilio. El agorafóbico busca refugiarse en casa para obtener una sensación de seguridad que ansía. Se va limitando a un restringido “espacio de confort”, del cual le va resultando cada vez más difícil salir. La Agorafobia puede ser tan limitante que impida atreverse a cruzar la calle. Incluso a salir de casa. En el fondo, el agorafóbico, acaba atrapado, obsesionado por  conseguir la seguridad de sentirse a salvo y por una necesidad de control. 

     
  Para curarse de la Agorafobia (y en general), los seres humanos hemos de llegar a entender y a aceptar que, en realidad,  no podemos tener el control. Nadie controla la vida. Se puede tener “fantasías de control”, pero no auténtico control. Por mucho que nos empeñemos, no podemos tener seguridad. Ni interna  ni externa.  ¡La vida es inseguridad! 
          Desdeluego, si nos pusiéramos a repasar la lista de peligros, riesgos y temores esta podría llegar a ser muy extensa: enfermedades, accidentes, atracos, agresiones, desastres, despidos, ruinas, extravíos, rupturas,  frustraciones, abusos, vejaciones, guerras, dolor… … etc., etc., …  ¡y aún así, seguimos vivos!

El miedo es una realidad, y como toda realidad, su solución definitiva no puede producirse a través de la evitación. De hecho, no se puede evitar, no se puede negar. Ahí reside el error. Contra más se evite, más presente acabará estando (Ver artículo: “La ley del Efecto Contrario”).  


Como se soluciona el miedo es comprendiéndolo. El miedo solo se cura a través de la comprensión. Para ello, hemos de llegar a entender que el propio hecho de  condenar el miedo, precisamente,  nos encadena a él.  La renuncia a enjuiciar el miedo es necesaria para llegar a superarlo.

Es necesario comprenderlo y encararlo. Es la comprensión  lo que transforma el miedo. La comprensión permite afrontarlo con éxito. Y si la comprensión llega a ser profunda, entonces no será necesario ningún enfrentamiento violento: mediante la comprensión profunda podemos exponernos al miedo, abriéndole los brazos. Pues no puedes encarar correctamente el miedo mientras lo sigas considerando un enemigo.

 Sé que puede llegar a sonar  absurdo,  inverosímil,  desquiciado…  Sé que es paradójico. Aún así, lo que digo es que cuando el miedo  deja de ser tu enemigo, entonces se produce una transformación, una alquimia: el miedo se transforma en energía, en energía liberada: una fuente de energía que queda a tu disposición.

 También en lo psicológico funciona la Ley de Lavoisier. Ya saben: nada se crea ni se destruye, sino que se transforma. Es por eso que digo que el miedo no puede destruirse, pero sí que se puede transformar. Una trasformación que se produce a partir de ir aceptando la inseguridad de la vida.   Se libera  entonces una gran energía. Energía que puede tomar la forma del coraje, del valor y  de la alegría de vivir, de afrontar la Vida como una gran aventura, encarando  la misteriosa y fascinante incertidumbre de la existencia.



jueves, 22 de septiembre de 2011

"La Ley del Efecto Contrario."




 Escribía Montaigne, el filósofo humanista francés, que cuando fortificas tu castillo, estás llamando a voces al enemigo, para que te ataque.
        
Es algo comprobado que cuando algo se teme de forma intensa, siempre exageramos: le damos mucha importancia al tema, lo vamos sobrevalorando y, aunque quizá no seamos del todo conscientes, le vamos dedicando mucha más atención de lo que podamos suponer, ponemos mucha “energía mental” en ese asunto. Con todo ello, de alguna u otra manera, conseguimos hacer bueno aquel misterioso adagio que dice que aquello en lo que más nos concentramos es lo que más hacemos expandir en nuestra vida.

     Todo esto tiene mucho que ver con la Ley del Efecto Contrario. Quién ha desarrollado más este tema fue el hipnólogo francés Emile Coué, aunque ya había sido descrita, reiteradamente,  en los antiguos textos Zen. Pues bien: resulta que cuando se teme alguna cosa, la reacción mental más habitual es la de resistirse: apartándola, evitándola, alejándose de ella… En definitiva: negándola.


Mareamos la perdiz y… ojos que no ven, corazón que no siente…Pero se resiente. De eso no cabe la menor duda. En eso se basa el mecanismo de represión que descubrió Freud: cuando algo nos asusta hasta el punto de no soportar su presencia, la mente se niega a verlo, a reconocerlo y, entonces, hace un punto ciego. Es decir: lo reprime y lo aparta de la conciencia. Como si nunca hubiera ocurrido.

¿Pero a dónde va a parar esos recuerdos con todo el temor que nos provocaban? ¿A dónde se los lleva la mente? ¿Dónde los ha metido?

Digamos que los sepulta en sus regiones más profundas, donde no tengamos acceso a esos recuerdos… y al temor que les tenemos. Los encierra en las escondidas y oscuras mazmorras del Inconsciente (algunos lo llaman Subconsciente) pero el asunto no queda así zanjado. ¡Ni mucho menos! Pues resulta que allí siguen existiendo. Y aunque uno permanezca ignorante de su existencia, no por ello deja de sufrir sus consecuencias, sin que sepa relacionar una cosa con otra. Pues  estos recuerdos reprimidos intentan continuamente liberarse y es esto, precisamente,  lo que nos provoca las reacciones descontroladas, los complejos y los temores.

Pero no nos apartemos demasiado del tema central: decíamos que cuando algo no nos gusta, cuando tememos algo, nos resistimos a ello. Y con esa resistencia, lo intentamos apartar de nosotros, pues lo estamos juzgando  como malo. Y con nuestro juicio dividimos el mundo: Bueno/Malo… Amigo/Enemigo… Amor/Odio…  Pero el mundo de verdad no está dividido. La Realidad es Una. Como decían los antiguos filósofos chinos, la Realidad es como un círculo, una Rueda girando sobre Sí misma, donde el Ying y el Yang representan los dos puntos equidistantes de la circunferencia. 


En todo momento, el Ying se desplaza hacia el Yang, mientras que el Yang lo hace hacia el Ying. Igual que el día y la noche, por poner tan sólo un ejemplo: mientras en España es de día, y el propio día va transcurriendo, desplazándose hacia la noche… al mismo tiempo, en Australia es de noche, y la propia noche va transcurriendo, desplazándose hacia el día…

¿Pero que tiene que ver el Ying y el Yang, nuestras resistencias, la ley del Efecto contrario, el Inconsciente y los recuerdos reprimidos con que queramos evitar a toda costa aquello que no nos guste o que nos pudiera dar miedo?
Todo va a parar a lo mismo: al resistirnos a algo, al apartarlo de nosotros evitándolo desesperadamente, lo que hacemos es desplazarnos hacia el otro lado, huir hacia el polo opuesto, ofreciendo el máximo de resistencia… y contra más nos resistamos, con más atracción se irá desplazando nuestra mente hacia el otro polo. Lo que hemos rechazado como negativo nos va atrayendo hacia él, como un poderoso imán. El “No” es la gran provocación. La invitación más irresistible. Como el Árbol Prohibido del Edén. Cuando insistimos exageradamente en evitar algo, en no hacer algo, la presencia de este “algo”, de este “evitar” se va haciendo insoportable, hasta el punto de dominar y ocupar toda nuestra atención. Al final, tan sólo pensamos en eso, o estamos dominados por aquello que hemos rechazado.
Este mecanismo está presente en infinidad de conductas y de trastornos psicológicos: ansiedad anticipatoria, imposibilidad de desengancharse de adicciones, insomnio, disfunciones sexuales, fobias, etc., etc.,
Tal vez la antigua fábula oriental del joven impetuoso pueda ilustrar, con más claridad, lo que he tratado de exponer en este artículo: Un joven muy impaciente e impetuoso exigió, en una ocasión, a un maestro espiritual que le revelara, inmediatamente, el secreto de la Iluminación. Exigencia que hizo con muy malas formas. El maestro le respondió que no había ningún problema, únicamente que el joven tenía que cumplir un requisito previo, pues de lo contrario, con tan sólo oír el secreto, podría morir. “Y te advierto que el requisito es difícil de cumplir”, le dijo el maestro.“¡Dime de una vez de qué se trata!”, gritó el joven impaciente.
Para poder escuchar el secreto, has de permanecer todo el día anterior sin pensar en monos”, le reveló el maestro.
“¿Sin pensar en monos?!!!”
“¡Exacto! Durante veinticuatro horas seguidas has de evitar completamente el tener pensamientos sobre monos”, le aclaró el maestro.
“¿Pero qué tontería es esa? ¡No hay nada más fácil que lo que me pides!”, replicó el muchacho.
“¡Muy bien! Pues mañana te espero a esta misma hora. Y si has conseguido estar las veinticuatro horas sin pensar en micos, te revelaré el secreto de la iluminación”. Y se despidieron hasta el día siguiente.
Pueden imaginar lo que le ocurrió al jovenzuelo impetuoso. Tan sólo partir, comenzó a “comerse el coco”: “¡Qué raro! ¡Pero, bueno, no hay ningún problema! ¡Yo nunca me he interesado por los monos…! ¡En mi vida me han importado un bledo los monos…! ¿Qué se me habrá perdido a mí con los monos…?” Y dale que te pego con los monos… “¡¿Pero que estoy haciendo?! ¡Si ya estoy pensando en monos…! ¡¡Sin darme cuenta, no hago más que pensar en monos…!! No paro de darle vueltas y más vueltas al tema de los monos!! ¡Tendré que empezar de nuevo y contar veinticuatro horas a partir de este momento! ¡Y esta vez tendré más cuidado!”  Pero al siguiente instante de haberse hecho semejante propuesta, ya estaba de nuevo de vuelta con el tema de los monos…Y de nuevo volvía a intentar dejar de pensar en ellos… y de nuevo volvían a saltar en su cabeza… Más y más monos… Cada vez más monos…
No hace falta explicar porqué al día siguiente no acudió a la cita con el maestro. Ni al otro día tampoco… De hecho, no le quedó más remedio que convertirse en un amaestrador de monos.

                  

miércoles, 14 de septiembre de 2011

"Ansiedad Anticipatoria." ("El miedo al miedo.")



Más o menos, todo el mundo hemos pasado, alguna que otra vez, por la experiencia  de sentirnos algo angustiados, a la espera de  que llegue un momento determinado,  ya previsto y al cual se le tiene cierto miedo: ya sea porque “nos la vamos a jugar”, porque sea algo nuevo y nos sintamos inseguros en como saldremos del paso, porque consideremos un riesgo que no podemos controlar… Multitud de ejemplos pueden valernos: un examen importante, una entrevista de trabajo, una intervención o exploración médica, un exposición en público, un viaje o trayecto desconocido, etc., etc.
Podemos mantenernos impacientes o preocupados, esperando a que llegue ese momento. Nos puede costar dormirnos la noche anterior, dándole vueltas en la cabeza pensando y anticipándonos en suponer cómo  viviremos esa  situación que está por llegarnos. Toda esa inquietud y zozobra, que en mayor o menor grado experimentamos, forma parte de un fenómeno psicológico de lo más común: es la Ansiedad Anticipatoria. Este mecanismo mental pretende prepararnos para afrontar el reto que se nos viene encima, pero en muchas ocasionas llega a descompensarse: se desborda y se convierte en un síntoma patológico, cronificante,  que puede llegar arruinarnos la vida.

La Ansiedad Anticipatoria tiene que ver con imaginar el futuro: Imaginar un momento del futuro, más o menos inmediato o a corto plazo,  pero en el que uno va a tener que vérselas con situaciones en las que cree que va a sentirse muy mal.

Con la Ansiedad Anticipatoria, lo que estamos haciendo es proyectarnos hacia el futuro, viéndonos víctimas de situaciones amenazadoras, donde el temor fundamental parece radicar en la creencia de que vamos a experimentar mucho sufrimiento.

 En definitiva, la Ansiedad Anticipatoria consiste en pensar que vamos a sufrir mucho y que pasaremos mucho miedo. Entonces, sentimos miedo por el miedo que creemos que vamos a pasar; De ahí que la expresión: “Miedo al miedo” se haya hecho tan popular, hasta el punto de usarse como título para un libro de poesía (de Hernán Narbona), e incluso para el de una canción de hip-hop. La letra del rap que interpretan el grupo Desplante, con Diana Feria, comienza diciendo: “Esto ocurre muchas veces, cuando el temor a temer es más grande que todo aquello en lo que crees… Puedes destruirte así… oh yeah…”


Las personas con fuerte Ansiedad Anticipatoria suelen tener una imaginería mental muy viva y excitable. El fantaseo tiende a ser muy activo y desbordante: el tráfico mental circula “a toda pastilla” y las imágenes internas se atropellan sin descanso, con lo cual es comprensible que acabe “montándose toda una película dentro de la cabeza”. Las representaciones visuales de la fantasía pueden llegar a ser tan intensas y precisas, que la persona comienza a experimentar las sensaciones de ansiedad como si estuviera ante la situación temida. De hecho, se  ha podido comprobar que bajo los efectos de las imágenes mentales de un suceso, en que uno mismo se visualice participando, resulta que a nivel  fisiológico se están creando patrones neurales en el cerebro (trazados de caminos entre las células), como si se estuviera realizando la acción físicamente.

De forma patológica, la Ansiedad Anticipatoria suele ser lo más característico en quienes  padecen Crisis de Ansiedad o Ataques de Pánico. Muchas de estas personas, más que repetidos episodios de Crisis de Ansiedad, lo que acaban sufriendo de forma, generalmente crónica, es de Ansiedad Anticipatoria, ya que desarrollan un preocupación ansiosa a que la crisis se repita de nuevo.


 Continuamente inmersas en sus mecanismos defensivos, efectivamente, pueden conseguir, de alguna manera, que las crisis no lleguen a repetirse, al menos de forma completa. Pero todo ello a cambio de evitar sistemáticamente las “situaciones de riesgo”, es decir: renunciando a “acercarse” a todas aquellas situaciones que han asociado con la posibilidad de que le puedan provocar una crisis.
Estos mecanismos de evitación representan una auténtica huída del problema y, a la larga, lo van haciendo más grande, mientras el cuadro se va complicando, cayendo progresivamente en los dominios de la “Profecía Autocumplida”, de las “Generalizaciones Fóbicas” y de la "Ley del Efecto Contrario".   


(Más sobre el tema: ver artículo: "La Ley del Efecto Contrario", de la etiqueta:  Conceptos Clave)

"Crisis de Ansiedad y Ataques de Pánico"



La Humanidad ha padecido, desde siempre, todo tipo de sufrimientos: hambrunas, catástrofes, devastaciones, guerras… Cuando la salud de los humanos es azotada de forma contagiosa y colectiva, la Medicina habla de Epidemias y de Pandemias: “pestes”, tifus, cólera, gripe…
Pero las epidemias no siempre tienen porque ser de tipo infeccioso. En la actualidad se podrían incluir dentro de tal categoría a trastornos como el Alzheimer, el Tabaquismo o la Obesidad, por citar tan solo algunos pocos ejemplos bien conocidos. Sin embargo, existe otro extendido cuadro que puede pasar más desapercibido, aunque no por ello sea menos importante ni menos aversivo. Por el contrario: es un cuadro terrible y quienes lo padecen sufren tanto la agonía de sus síntomas como la impotencia de no ser comprendidos, en su enfermedad, por los demás. Se trata de las Crisis de Ansiedad o Ataques de Pánico.

Padecer un episodio crítico de ansiedad es una experiencia muy dura. Suele aparecer de forma bastante súbita. Puede ser que la persona llevara arrastrando una temporada de estrés, hubiera sufrido algún cambio importante en su vida o, simplemente, que no se “encontrara fina”, pero hasta entonces no le había dado la suficiente importancia.

Cuando aparece el episodio, la persona empieza a encontrarse mal. Es muy típico que le cueste respirar, que se vaya agobiando, que note que la “cosa” va en aumento y que no pueda ni sepa como detenerla.

Los síntomas pueden ser muy variados: se puede sentir palpitaciones, taquicardia, temblor, vacio en el estómago como si se marcharan las fuerzas vitales, sofoco, visión borrosa, mareo… etc. Las combinaciones pueden ser múltiples, pero siempre hay algo en común: la sensación de “ir perdiendo el control”; De que el cuerpo no responde y se teme, entonces, que “aquello” vaya a más, lo cual va disparando una aguda sensación de malestar y agobio.

Por lo general, los consecuentes intentos de frenar los síntomas no suelen tener suficiente éxito: desabrocharse el botón del cuello de la camisa, aflojarse el vestido, echarse agua en la cara o en la nuca,  suspirar profundamente, decirse “no pasa nada” e intentar pensar en otra cosa suelen ser los primeros recursos habituales, pero el alivio conseguido con ellos suele ser muy débil y transitorio. Tras la ínfima tregua, el agobio vuelve a la carga, recrudeciéndose y la persona confirma, con su pensamiento, de que la “cosa” va a peor. Con todo ello, suele impacientarse de tal manera que comienza a imaginar que no va a ser capaz de resistirlo.





Este tipo de pensamiento marca un momento clave. Se trata de un pensamiento funesto que suele desencadenar un círculo vicioso, un feedback negativo en la persona, el cual le hace suponer que se encuentra en peligro. Esta percepción de peligro le dispara el sistema endocrino, llevándole a segregar, rápidamente, adrenalina y cortisol, que, a la vez, le harán sentir las sensaciones corporales mucho más intensamente: las percibirá amplificadas. Lo cual lo interpretará de forma preocupante, es decir: le hará sospechar que la “cosa”, efectivamente, se está poniendo peor. A su vez, el “que la cosa se ponga peor le hará valorar que el peligro va en aumento… Y esto, a la vez, le hace segregar más adrenalina y más cortisol…  etc., etc.

Es un bucle que se va realimentando psicosomáticamente (con pensamientos y sensaciones) y que suele generar una espiral tremendista, o catastrofista, la cual puede culminar en la crisis de máxima ansiedad, con la sensación horrible de agonía y  de resistencia penosa a una muerte inminente.

Las personas que padecen un ataque de pánico sin diagnóstico previo (por ejemplo, la primera vez que les sucede), por regla general, ni siquiera entienden nada de lo que les está ocurriendo, pudiendo llegar a sospechar e imaginar, desesperadamente, durante la crisis, todo tipo de calamidades: que están sufriendo un infarto fulminante, una asfixia mortal, perdiendo la cabeza, etc., etc.

Cuando es el caso de que ya han padecido, anteriormente, algún otro ataque y  conocen el  diagnóstico, la información pertinente puede aliviar la confusión, pero no por ello la angustia, pues en tales casos lo que se pretende, sobretodo, es evitar a toda costa el volver a pasarlo tan mal. Y aquí aparece la ansiedad anticipatoria y las consiguientes conductas de fuga, o de huída. Y es que en esos momentos, lo único que pasa por la cabeza, como dirían los antiguos,  es el “salir corriendo, como los locos”.           

(Más sobre tema: Ver artículo: "Ansiedad Anticipatoria", en esta misma Etiqueta)

                                                          

miércoles, 7 de septiembre de 2011

"Bañarse en el mismo río" ("Estar despierto o la Ética de Situación II")




Acabé el anterior artículo de "Conceptos Clave" resaltando el carácter irrepetible  de cada situación humana. Pretendía con ello remarcar que cada “momento” de la vida es una situación nueva. Cada momento es único. Cada momento humano es intransferible.
Estas reflexiones confieren, a la vez, una gran importancia  a la ética de situación, pues una vez descubierta la unicidad singular que posee cada situación que podamos vivir, lo más pertinente será, entonces,  el desarrollar nuestra sensibilidad intuitiva, nuestra atención consciente. En definitiva: el estar despiertos. Pues, a fin de cuentas, será de la visión clara de nuestra contemplación, de la comprensión lúcida de la situación, de donde irá surgiendo, espontáneamente, la acción correcta.

Sin embargo, lo que acabo de escribir suele tener muy mala prensa: no se lo cree casi nadie. Es por eso que lo habitual sea buscar la solución fuera: que nos la den los demás. Queremos encontrar el formulario estándar de respuestas, pero como decía al inicio del artículo anterior: “la Vida no trae ningún Manual de Instrucciones”.
La conducta que nos satisface, que nos hace sentir bien, no nos puede llegar nunca de una fuente externa, ya sea en forma de norma, de un consejo  o de alguien que nos diga lo que debamos hacer. La acción que nos beneficia de verdad y nos realiza es aquella que surge espontáneamente de nuestra comprensión. Esa es la capacidad de responder: la acción responsable.

Escribía el teólogo jesuita Josef Fuchs: “Todo momento de la vida es una situación y pide una decisión responsable. (…) El hombre, por ser contingente, siempre se está realizando. Por tanto, esto significa que el hombre se renueva constantemente. Que ningún minuto es como el que pasó ya, y que las situaciones  de su vida son siempre nuevas. No sólo el hombre es único y única toda situación suya, con relación a la de los demás hombres, sino que esta absoluta unicidad vale también para cada una de las situaciones particulares en el devenir de la vida de cada uno.”

No obstante, aún estando advertidos desde antaño, todavía pretendemos la ilusión de seguir bañándonos en el mismo río. Incluso, resulta curioso que, a pesar de la evidencia literal, no son pocos los que quedan perplejos al escuchar por primera vez el célebre proverbio de Heráclito: No podrás bañarte dos veces en el mismo río”.  “¿Cómo que no?”, replican muchos. “Yo me he bañado muchas veces en el Ebro… o en el Rhin…”  Y es que, de nuevo, quedamos hechizados por la magia del verbo. “Ebro” es tan solo una palabra. “Rhin” es tan solo una palabra.  Y no podemos bañarnos dentro de ninguna palabra. Donde nos bañamos, realmente, cuando entramos en un rio, es en el agua. El agua que corre… y ésta siempre es distinta. Así que cuando probamos de darnos un segundo baño, ya no es el mismo rio. Da igual que le sigamos llamando Ebro, Rhin, Mississipi… o el  Paraná… El baño será, siempre, en aguas nuevas. En aguas distintas.




Podríamos, incluso, echarle en cara a Heráclito que se quedara corto. Pues no hace falta esperar a un segundo baño. En un mismo y único baño es imposible estar bañándose en el mismo rio. El agua que fluye, como la propia Vida (de ahí la grandeza de la metáfora) se renueva constantemente, como  escribía J. Fuchs refiriéndose al  hombre.

Ahondando, pues, un poco más en la metáfora, no es, entonces, solamente  el agua la que se renueva, sino también el propio bañista, pues también nosotros somos ríos.
Según el intervalo de tiempo que transcurra entre el primer y el segundo baño, puede que en el cuerpo del bañista se hayan regenerado casi todas sus células. Sus células ya serán otras. Y si ha intentado vivir despierto, también  serán otros sus pensamientos. Ni el agua ni el bañista, en consecuencia, pueden volver a encontrarse jamás.