lunes, 30 de diciembre de 2013

“La depresión navideña” (2ª. Parte).





         Acababa la primera parte de este artículo haciendo referencia a que en el fondo del incordio secreto que podamos sentir ante las fiestas navideñas, reside la decepción. Es indudable que existe también una  gran presión social, la cual pretende instigarnos al consumo extraordinario, con la excusa de la Gran Fiesta y de la animosidad colectiva que parece que sea obligado experimentar durante estas fechas.  Ello, por sí solo, ya nos inocula una buena dosis de tensión y de conflicto. Pero además de todo eso, parece que hay algo mucho más oculto: diría que se nos va abriendo paso, desde el fondo… el “regusto amargo de la decepción.”  Con esta frase, terminaba el anterior post.

         Parece ser que al ir perdiendo la inocencia, nos vamos decepcionando paulatinamente, sintiéndonos cada vez más expulsados del paraíso, hasta ir quedando “definitivamente” desterrados, al oeste del Edén.



         Por lo general, suele ser habitual que con el paso de los años nos vayamos decepcionando del mundo. Las esperanzas decepcionadas van haciendo que cambiemos de posición existencial y, así pues, vamos pasando de “esperar a Santa Claus” a “esperar el Rigor Mortis”, como le gustaba expresarlo a Erick Berne. Entonces, es fácil comprender que no podamos emocionarnos demasiado y que nos sintamos bastante descreídos con las muestras desbordantes de buena voluntad universal, hasta el punto de que acabemos diciendo eso  de que “no  nos vengan con tanta lucecita, tanto cuento y tanta chorrada”.

         ¡Qué le vamos a hacer! Así es nuestra mente: impaciente, exigente, sobérbica, vengativa… y siempre dando bandazos de un extremo a otro.  Todo eso hace que nos quedemos siempre a medias tintas, entre dos aguas… y demos, precipitadamente, todo por perdido, por definitivamente acabado cuando tan sólo nos encontramos a mitad del camino. ¡En tierra de nadie! En una especie de precipitada y cutre “noche oscura del alma”. Un limbo absurdo… pero que solamente es temporal. ¡Resulta imprescindible seguir adelante! ¡Siempre adelante! Pues recuperar el “paraíso perdido”, la reconquista de la Inocencia, es un largo viaje. Es nuestro Viaje a Ítaca particular. (“Lluny./ Hem d’anar mes lluny./ Mes lluny de l’avuí/ que ara ens encadena.” Lluís Llach).



         Haríamos mal en burlarnos de nuestros anhelos… de nuestras más nobles aspiraciones. Confesamos que nos repatea la falsedad y tildamos de hipocresía al ambiente de la Navidad, mientras los villancicos saturan el aire con sus repetidos estribillos que hablan de amor y de paz… ¡Pero es que resulta que “paz y amor” es lo que realmente deseamos desear! Eso es lo que pretendemos conseguir, aunque todavía no lo hayamos logrado. Hemos de tomar conciencia de que nuestra desilusión del mundo, en realidad, tiene que ver con nuestras propias expectativas ingenuas, con nuestra percepción inmadura y desvirtuada de la Realidad… En el fondo, es una “decepción” con nosotros mismos.




         Llegados a este punto, lo que habremos de resolver es el dejar de seguir proyectando nuestros espejismos, los cuales acabarían de nuevo deshaciéndose en el aire. En cambio, haríamos bien en seguir los consejos de Víctor Frankl y en vez de seguir exigiendo y reclamándole a la Vida, podríamos comenzar a ofrecernos voluntarios para lo que Ella nos requiera: “No te plantees tanto lo que esperas de la Vida… sino, más bien,  lo que la Vida está esperando de ti.”



         Si no quieres hipocresía social, pues entonces obra con autenticidad. Pues lo verderamente auténtico no es quedarse en el desprecio, “cagándose en las malditas Navidades”. Eso es hacer como la zorra de la fábula, que desprecia las uvas… pero que en realidad las anhela. Lo único es que se encuentran tan altas que no consigue alcanzarlas. Lo auténtico, pues, es tomar conciencia de nuestros profundos anhelos de amor… nuestros profundos anhelos de paz… Y entonces, comenzar a atrevernos a expresarlos. Con sencillez. Con humildad… ¿Puedes regalar una sonrisa de verdad? ¿Y una caricia…? ¡Intenta regalar una ayuda solidaria, que salga de tu corazón… y entonces verás que se puede seguir adelante! ¡Que se puede avanzar!





         Algunos dirán, en fin,  que no pueden resultarles felices las navidades por que les hacen recordar a los seres queridos que ya no están con nosotros… Es el síndrome de la “silla vacía”. Pero el tema sigue siendo el mismo: hemos de aprender a vivir. ¡Aceptar la vida! En estos casos, recordar con amor. Brindar por los ausentes y permitir que la emoción se exprese. Sin exhibiciones gratuitas, pero sin temor, sin disimulo ni vergüenzas… Si lloramos, celebremos esas lágrimas, pues son expresión de nuestra estima. Dejemos que resbalen por nuestras mejillas como tributo de amor. Compartir lágrimas y abrazos hará que se diluya aquel malestar difuso (o agudo) que nos estaba corroyendo en silencio. Permitiendo emerger nuestra emoción de fondo nos sentiremos más próximos los unos a los otros, acercándonos hacia un estado compartido de intimidad, en donde se podrá ir recuperando la sensación de la magia perdida, la magia de la autenticidad. Al fin de cuentas, esa es la magia del amor.




         ¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo! (hagan lo que puedan). 








Escrito por:Lauren Sangall. Psicólogo Clínico. Psicoterapeuta. Premia de Mar -Barcelona-      T. 93 751 63 54      e-mail: laurensangall@gmail.com 

lunes, 23 de diciembre de 2013

“La Depresión Navideña” (1ª. parte)



     

          ¡Ya estamos en Navidad! Y aunque el azote de la crisis viene haciendo estragos en los presupuestos, tanto públicos como privados, para ocio y festejos, en el fondo, la guestalt del ambiente colectivo sigue siendo más o menos el mismo de siempre: aunque más modestamente, en las calles vuelven a encenderse las luminarias festivas y los escaparates de los comercios se engalanan, aún con más profusión, a ver si a base de más glamour y purpurina consiguen estimular el consumo, en medio de tal alarde de celebración y euforia.

         Ha vuelto la Feria de Santa LLucia, con sus puestos de “belenes” y figurillas para el pesebre. Muérdago, abetos, flores de pascua, papa-noeles, guirnaldas multicolores y villancicos por doquier… En fin, ¿quién podría ignorar que toda la ciudad  es una fiesta…? ¿Pero lo es, en realidad…? ¿O tan sólo lo parece? ¿Semejante explosión de luces, de brillos y colores, de invitaciones, felicitaciones y mensajes de armonía… son la genuina expresión de una irrupción de alegría colectiva… o sólo un simulacro…? Porque, quien habría de decir que en momentos tan amables y luminosos sea cuando, año tras año, se produce la mayor incidencia de trastornos por depresión, como lo recogen las estadísticas del Instituto Nacional de Salud.

         ¿Qué ocurre entonces? ¿Es acaso que la Navidad deprime…? ¿Cómo es, entonces, que la fiesta de la paz y el amor, por antonomasia, la fiesta que consigue que hasta en las trincheras de los frentes bélicos ondeen banderas blancas y las guerras se detengan, temporalmente, en su honor… pueda provocar tristeza, agobio… irritabilidad… incluso asco, rabia y hasta odio?




Tal vez piensen que exagero, pero lo cierto es que cada vez se oye más a menudo a alguien que comenta que “odia las navidades”. No se trata tan sólo de sátiras teatrales para monologuistas deslenguados (¿recuerdan aquel desternillante y corrosivo “Pastorcillos, pastorcillos…” de Pepe Rubianes?), sino de comentarios espontáneos en cualquiera de nuestros familiares y amigos… En cualquiera de nosotros.

         Dada la incuestionable actualidad del tema, permítanme analizar un poquito más a fondo la cuestión. Pues bien, podríamos decir que ante esa apabullante muestra de felicidad ambiental y colectiva, debe ocurrir, como reza aquel dicho popular, que “el césped siempre se ve más alto al otro lado de la valla.”  Pero hay que recordar que lo más paradójico de esa idea consiste en que es recíproca y lo mismo le suele ocurrir “al vecino”, pues resulta que “al otro lado de la valla” es una designación de lugar absolutamente relativa a la posición donde se encuentre el observador. Así pues, digamos que cada cual  va viendo ese despliegue de jubileo y se debe preguntar, en secreto,  si algo patológico debe estar padeciendo en su interior y que el anómalo debe ser uno mismo, pues la verdad es que uno no acaba de encontrar en sus adentros tal emergencia expansiva de entusiasmo y regocijo. Pero para no dejar expuesta su desviación o “anormalidad” en público, intentará apuntarse al carro, en alguna medida y así va siguiendo la corriente…




         Otro mecanismo para intentar recuperar algo de ilusión consiste en proyectarse en los hijos pequeños: mientras haya niños en casa, en la época de crianza, solemos identificarnos, inconscientemente, con la edad mágica de la infancia y nos lanzamos, así, a la transmisión intensa de todo el imaginario folklórico navideño. De esta manera, embufandamos a los críos hasta los ojos y los hacemos participar en la compra del árbol, los christmas de felicitación y demás abalorios de las fiestas. Los llevamos a ver el pesebre viviente, la cabalgata de Reyes y, sobretodo, les mostramos lo expertos que somos en confeccionar el  pesebre doméstico, añadiendo cada año más y más figurillas a abigarrado Belén, de forma casi compulsiva, a pesar de que la mayoría de los niños demuestren que  casi tienen suficiente con el “pixaner” y el “caganer”.



   

    








 La imagen social también pesa lo suyo, así “si el vecino pone un árbol adornado en la puerta de casa, pues yo podré largas serpentinas de luces de colores…” Y así vamos entrando en un bucle colectivo de complicidades encubiertas. Todo ello no es difícil que acabe por cristalizarse en una extraña ambivalencia de envidia y exclusión encubierta, por un lado, así como de escepticismo y desprecio, por otro. Y todo bien espolvoreado con una buena dosis de hipocresía social. Entonces, con este ánimo depresivo, no  es de extrañar que todo cueste más trabajo: la compra de regalos, la preparación más elaborada de las comidas familiares, etc., etc., y así se va entrando en un círculo vicioso que retroalimenta nuestro fastidio, con lo cual lo que acabamos deseando de verdad es que se acaben ya “de una puñetera vez las putas navidades de los cojones”, que diría Rubianes.





         Estas simples peculiaridades ya pueden empezar a explicar las sensaciones de incordio y falsedad que rezuma con facilidad en el ambiente navideño contemporáneo, pero aún queda mucho más en el fondo. En el fondo, y para resumirlo rápido, lo que hay es decepción. El regusto amargo de la decepción…




         (Continua en el próximo post  -y espero que entonces ayude a recuperar el auténtico espíritu navideño-)



Escrito por:Lauren Sangall. Psicólogo Clínico. Psicoterapeuta. Premia de Mar -Barcelona-      T. 93 751 63 54      e-mail: laurensangall@gmail.com 

lunes, 9 de diciembre de 2013

“El invierno y el mundo interior”



        
         ¡Ya tenemos el invierno encima! Desde donde escribo, en la Península Ibérica, este año el invierno se nos ha precipitado, cabalgando impetuoso sobre un otoño escueto y minimalista que ha preferido pasar desapercibido. En cambio, Don Invierno, adelantándose sin remilgos al calendario oficial, ya ha hecho su entrada dejando bien patente sus señas de identidad: ventiscas, nieve, oscuridad y frio.

         Es cierto que ante tal carta de presentación, uno no se predisponga demasiado a lanzarse a sus gélidos brazos ni a aceptarlo con agrado… No estoy pensando, precisamente, en aquellos que andan impacientes, esperando con avidez a que abran las estaciones de esquí alpino, para fugarse vertiginosamente por aquellas lúdicas montañas blancas. Ni en los que aprovechan las ofertas turísticas para refugiarse en cruceros glamurosos a bajo precio; o, incluso, en los expertos en marear la perdiz, con escapadas pseudohibernales a paraísos tropicales u otros rincones del planeta con climas benignos…




         Digo que para los que solemos continuar en nuestro sitio, el invierno nos azota y sigue haciéndose  notar, a pesar del gran confort con el que sobrellevamos nuestras vidas postmodernas, pero no por ello habríamos de darle la espalda y tratar de rehuirlo. Por el contrario, la clave de la existencia está, precisamente, en saber integrarla por completo. La vida es para experimentarla tal como nos va llegando, con sus gozos y sus sombras, con todos sus matices… y no habríamos de rechazar ninguno.

         El curso y la alternancia de las estaciones de año también, a nivel psicológico, poseen una gran importancia. De entrada, la importancia de saber adecuarnos a los ritmos naturales, a los ritmos solares y lunares. La importancia de descubrir los momentos más adecuados para cada cosa, la de saber respetar los tiempos, la de aceptar los cambios… la de fluir con el Tao…




         El Invierno, por su parte, representa la fase de introspección: los poderes del Mundo Interior. Es el momento de frenar el ritmo de la vida, de retirar las energías de lo mundano para enfocarse en lo espiritual. Es momento de ralentizar. Momento para el recogimiento, para el descanso y la conciencia. Pues el invierno es un tiempo muy sensible, orientado hacia lo interno. Es el apropiado para asumir una situación de búsqueda y reflexión: Ideal para repasar nuestra intención y preparar nuevos proyectos... Sin prisas. Pues es un tiempo de espera. De paciencia y de incubación.




         En el hemisferio norte, los comienzos del invierno coincide con el final del año astronómico, con lo que nos invita, además, a un trabajo de Recapitulación y Desapego. Recapitulación del año vivido: una memoria introspectiva para reelaborar los fracasos y decepciones, para tomar todas esas situaciones como experiencias de vida, que van forjando nuestra  tolerancia y nuestra resiliencia. Una introspección profunda con la cual practicaremos la flexibilidad y el desapego, para desarrollar, así, nuestra capacidad de perdonar.

         Rudolf Esteiner llegó a escribir que esta introspección alcanza a tomar su máxima expresión, incluso a nivel cósmico y metafísico, en el periodo conocido como “las doce noches santas” (25 diciembre – 6 enero), pues durante ese tiempo, postulaba el filósofo austríaco, fundador de la antroposofía, el propio planeta reflexiona: “la Tierra rememora con la mayor intensidad lo que Ella misma ha vivido” durante ese año. Pues “un Portal Cósmico”, insistía Esteiner, se abre, literalmente, en esta época del año.

         Es un tiempo, en definitiva, para meditar. Para soltar y hacer limpieza interior. Para cultivar el silencio. Para los cantos gregorianos y para Vivaldi…



         El Invierno estaba consagrado en la antigüedad, sabia e intuitivamente, a la diosa Hestia: la diosa del Mundo Interior. La diosa del Hogar: el Fuego Sagrado. Reminiscencias que nos hablan del carbón encendido y de la “llar de foc”. Es el tiempo ideal para meterse en la cocina y disfrutarla, para después compartir y celebrar, con agradecimiento consciente, la comida ritual con familiares y amigos. Y vivirla con recogimiento y serena alegría…

      Pues no será cosa sin fundamento el que la alegría serena constituya, exactamente, el alimento emocional del Invierno.

Escrito por:Lauren Sangall. Psicólogo Clínico. Psicoterapeuta. Premia de Mar -Barcelona-      T. 93 751 63 54      e-mail: laurensangall@gmail.com