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lunes, 30 de diciembre de 2013

“La depresión navideña” (2ª. Parte).





         Acababa la primera parte de este artículo haciendo referencia a que en el fondo del incordio secreto que podamos sentir ante las fiestas navideñas, reside la decepción. Es indudable que existe también una  gran presión social, la cual pretende instigarnos al consumo extraordinario, con la excusa de la Gran Fiesta y de la animosidad colectiva que parece que sea obligado experimentar durante estas fechas.  Ello, por sí solo, ya nos inocula una buena dosis de tensión y de conflicto. Pero además de todo eso, parece que hay algo mucho más oculto: diría que se nos va abriendo paso, desde el fondo… el “regusto amargo de la decepción.”  Con esta frase, terminaba el anterior post.

         Parece ser que al ir perdiendo la inocencia, nos vamos decepcionando paulatinamente, sintiéndonos cada vez más expulsados del paraíso, hasta ir quedando “definitivamente” desterrados, al oeste del Edén.



         Por lo general, suele ser habitual que con el paso de los años nos vayamos decepcionando del mundo. Las esperanzas decepcionadas van haciendo que cambiemos de posición existencial y, así pues, vamos pasando de “esperar a Santa Claus” a “esperar el Rigor Mortis”, como le gustaba expresarlo a Erick Berne. Entonces, es fácil comprender que no podamos emocionarnos demasiado y que nos sintamos bastante descreídos con las muestras desbordantes de buena voluntad universal, hasta el punto de que acabemos diciendo eso  de que “no  nos vengan con tanta lucecita, tanto cuento y tanta chorrada”.

         ¡Qué le vamos a hacer! Así es nuestra mente: impaciente, exigente, sobérbica, vengativa… y siempre dando bandazos de un extremo a otro.  Todo eso hace que nos quedemos siempre a medias tintas, entre dos aguas… y demos, precipitadamente, todo por perdido, por definitivamente acabado cuando tan sólo nos encontramos a mitad del camino. ¡En tierra de nadie! En una especie de precipitada y cutre “noche oscura del alma”. Un limbo absurdo… pero que solamente es temporal. ¡Resulta imprescindible seguir adelante! ¡Siempre adelante! Pues recuperar el “paraíso perdido”, la reconquista de la Inocencia, es un largo viaje. Es nuestro Viaje a Ítaca particular. (“Lluny./ Hem d’anar mes lluny./ Mes lluny de l’avuí/ que ara ens encadena.” Lluís Llach).



         Haríamos mal en burlarnos de nuestros anhelos… de nuestras más nobles aspiraciones. Confesamos que nos repatea la falsedad y tildamos de hipocresía al ambiente de la Navidad, mientras los villancicos saturan el aire con sus repetidos estribillos que hablan de amor y de paz… ¡Pero es que resulta que “paz y amor” es lo que realmente deseamos desear! Eso es lo que pretendemos conseguir, aunque todavía no lo hayamos logrado. Hemos de tomar conciencia de que nuestra desilusión del mundo, en realidad, tiene que ver con nuestras propias expectativas ingenuas, con nuestra percepción inmadura y desvirtuada de la Realidad… En el fondo, es una “decepción” con nosotros mismos.




         Llegados a este punto, lo que habremos de resolver es el dejar de seguir proyectando nuestros espejismos, los cuales acabarían de nuevo deshaciéndose en el aire. En cambio, haríamos bien en seguir los consejos de Víctor Frankl y en vez de seguir exigiendo y reclamándole a la Vida, podríamos comenzar a ofrecernos voluntarios para lo que Ella nos requiera: “No te plantees tanto lo que esperas de la Vida… sino, más bien,  lo que la Vida está esperando de ti.”



         Si no quieres hipocresía social, pues entonces obra con autenticidad. Pues lo verderamente auténtico no es quedarse en el desprecio, “cagándose en las malditas Navidades”. Eso es hacer como la zorra de la fábula, que desprecia las uvas… pero que en realidad las anhela. Lo único es que se encuentran tan altas que no consigue alcanzarlas. Lo auténtico, pues, es tomar conciencia de nuestros profundos anhelos de amor… nuestros profundos anhelos de paz… Y entonces, comenzar a atrevernos a expresarlos. Con sencillez. Con humildad… ¿Puedes regalar una sonrisa de verdad? ¿Y una caricia…? ¡Intenta regalar una ayuda solidaria, que salga de tu corazón… y entonces verás que se puede seguir adelante! ¡Que se puede avanzar!





         Algunos dirán, en fin,  que no pueden resultarles felices las navidades por que les hacen recordar a los seres queridos que ya no están con nosotros… Es el síndrome de la “silla vacía”. Pero el tema sigue siendo el mismo: hemos de aprender a vivir. ¡Aceptar la vida! En estos casos, recordar con amor. Brindar por los ausentes y permitir que la emoción se exprese. Sin exhibiciones gratuitas, pero sin temor, sin disimulo ni vergüenzas… Si lloramos, celebremos esas lágrimas, pues son expresión de nuestra estima. Dejemos que resbalen por nuestras mejillas como tributo de amor. Compartir lágrimas y abrazos hará que se diluya aquel malestar difuso (o agudo) que nos estaba corroyendo en silencio. Permitiendo emerger nuestra emoción de fondo nos sentiremos más próximos los unos a los otros, acercándonos hacia un estado compartido de intimidad, en donde se podrá ir recuperando la sensación de la magia perdida, la magia de la autenticidad. Al fin de cuentas, esa es la magia del amor.




         ¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo! (hagan lo que puedan). 








Escrito por:Lauren Sangall. Psicólogo Clínico. Psicoterapeuta. Premia de Mar -Barcelona-      T. 93 751 63 54      e-mail: laurensangall@gmail.com 

lunes, 23 de diciembre de 2013

“La Depresión Navideña” (1ª. parte)



     

          ¡Ya estamos en Navidad! Y aunque el azote de la crisis viene haciendo estragos en los presupuestos, tanto públicos como privados, para ocio y festejos, en el fondo, la guestalt del ambiente colectivo sigue siendo más o menos el mismo de siempre: aunque más modestamente, en las calles vuelven a encenderse las luminarias festivas y los escaparates de los comercios se engalanan, aún con más profusión, a ver si a base de más glamour y purpurina consiguen estimular el consumo, en medio de tal alarde de celebración y euforia.

         Ha vuelto la Feria de Santa LLucia, con sus puestos de “belenes” y figurillas para el pesebre. Muérdago, abetos, flores de pascua, papa-noeles, guirnaldas multicolores y villancicos por doquier… En fin, ¿quién podría ignorar que toda la ciudad  es una fiesta…? ¿Pero lo es, en realidad…? ¿O tan sólo lo parece? ¿Semejante explosión de luces, de brillos y colores, de invitaciones, felicitaciones y mensajes de armonía… son la genuina expresión de una irrupción de alegría colectiva… o sólo un simulacro…? Porque, quien habría de decir que en momentos tan amables y luminosos sea cuando, año tras año, se produce la mayor incidencia de trastornos por depresión, como lo recogen las estadísticas del Instituto Nacional de Salud.

         ¿Qué ocurre entonces? ¿Es acaso que la Navidad deprime…? ¿Cómo es, entonces, que la fiesta de la paz y el amor, por antonomasia, la fiesta que consigue que hasta en las trincheras de los frentes bélicos ondeen banderas blancas y las guerras se detengan, temporalmente, en su honor… pueda provocar tristeza, agobio… irritabilidad… incluso asco, rabia y hasta odio?




Tal vez piensen que exagero, pero lo cierto es que cada vez se oye más a menudo a alguien que comenta que “odia las navidades”. No se trata tan sólo de sátiras teatrales para monologuistas deslenguados (¿recuerdan aquel desternillante y corrosivo “Pastorcillos, pastorcillos…” de Pepe Rubianes?), sino de comentarios espontáneos en cualquiera de nuestros familiares y amigos… En cualquiera de nosotros.

         Dada la incuestionable actualidad del tema, permítanme analizar un poquito más a fondo la cuestión. Pues bien, podríamos decir que ante esa apabullante muestra de felicidad ambiental y colectiva, debe ocurrir, como reza aquel dicho popular, que “el césped siempre se ve más alto al otro lado de la valla.”  Pero hay que recordar que lo más paradójico de esa idea consiste en que es recíproca y lo mismo le suele ocurrir “al vecino”, pues resulta que “al otro lado de la valla” es una designación de lugar absolutamente relativa a la posición donde se encuentre el observador. Así pues, digamos que cada cual  va viendo ese despliegue de jubileo y se debe preguntar, en secreto,  si algo patológico debe estar padeciendo en su interior y que el anómalo debe ser uno mismo, pues la verdad es que uno no acaba de encontrar en sus adentros tal emergencia expansiva de entusiasmo y regocijo. Pero para no dejar expuesta su desviación o “anormalidad” en público, intentará apuntarse al carro, en alguna medida y así va siguiendo la corriente…




         Otro mecanismo para intentar recuperar algo de ilusión consiste en proyectarse en los hijos pequeños: mientras haya niños en casa, en la época de crianza, solemos identificarnos, inconscientemente, con la edad mágica de la infancia y nos lanzamos, así, a la transmisión intensa de todo el imaginario folklórico navideño. De esta manera, embufandamos a los críos hasta los ojos y los hacemos participar en la compra del árbol, los christmas de felicitación y demás abalorios de las fiestas. Los llevamos a ver el pesebre viviente, la cabalgata de Reyes y, sobretodo, les mostramos lo expertos que somos en confeccionar el  pesebre doméstico, añadiendo cada año más y más figurillas a abigarrado Belén, de forma casi compulsiva, a pesar de que la mayoría de los niños demuestren que  casi tienen suficiente con el “pixaner” y el “caganer”.



   

    








 La imagen social también pesa lo suyo, así “si el vecino pone un árbol adornado en la puerta de casa, pues yo podré largas serpentinas de luces de colores…” Y así vamos entrando en un bucle colectivo de complicidades encubiertas. Todo ello no es difícil que acabe por cristalizarse en una extraña ambivalencia de envidia y exclusión encubierta, por un lado, así como de escepticismo y desprecio, por otro. Y todo bien espolvoreado con una buena dosis de hipocresía social. Entonces, con este ánimo depresivo, no  es de extrañar que todo cueste más trabajo: la compra de regalos, la preparación más elaborada de las comidas familiares, etc., etc., y así se va entrando en un círculo vicioso que retroalimenta nuestro fastidio, con lo cual lo que acabamos deseando de verdad es que se acaben ya “de una puñetera vez las putas navidades de los cojones”, que diría Rubianes.





         Estas simples peculiaridades ya pueden empezar a explicar las sensaciones de incordio y falsedad que rezuma con facilidad en el ambiente navideño contemporáneo, pero aún queda mucho más en el fondo. En el fondo, y para resumirlo rápido, lo que hay es decepción. El regusto amargo de la decepción…




         (Continua en el próximo post  -y espero que entonces ayude a recuperar el auténtico espíritu navideño-)



Escrito por:Lauren Sangall. Psicólogo Clínico. Psicoterapeuta. Premia de Mar -Barcelona-      T. 93 751 63 54      e-mail: laurensangall@gmail.com 

lunes, 18 de marzo de 2013

“La Primavera la sangre altera.”





            Aquí y ahora, en el hemisferio norte, vuelve de nuevo, en su eterno retorno, la llegada de la primavera.

Por estas fechas me gusta escuchar canciones de  Silvio Rodríguez y abrir las ventanas al amanecer, para poder estar presente cuando la eterna y siempre jovial Proserpina haga nuevamente su aparición, diciéndole adiós al Invierno. Hasta puedo ver ya la forma de una flor en las nubes de la mañana, pues las paraidolias de mi mente me invitan a jugar a proyectar jardines en los cielos nubosos de marzo... Y es que parece que ya todos estamos impacientes... como esperando abril...



A lo largo de la historia de la Humanidad, antes de los avances tecnológicos, de la protección  que nos ofrece la ciencia actual y el confort que nos ha traído  la modernidad, el ser humano vivía mucho más desvalido y vulnerable, aunque por ello  también mucho más enraizado en la Naturaleza.

Entonces, los ciclos estacionales se percibían y se vivían de forma intensa, pues la vida se experimentaba de forma sobrepuesta al mundo natural. Piensen que antes de que se descubriera el uso de la electricidad (recuerden que la bombilla eléctrica se patentó en el año 1880, como quien dice, hace cuatro días), el invierno era sinónimo de oscuridad. Era sinónimo de frio, de enfermedad y de muerte. Antes del desarrollo moderno de la medicina, durante el invierno entraba siempre la Muerte en casa... 




Las familias eran extensivas, eran clanes familiares. No existían los antibióticos, los antitérmicos… ni siquiera existía la higiene. La alimentación era pobre… Cualquier gripe invernal se llevaba por delante al que estuviera más débil: al abuelo, al recién nacido, a la embarazada…  El invierno era sinónimo de temporales, de frio intenso, de nieve, de oscuro  sufrimiento, de muerte, de dolor… De mucho dolor. ¡La Humanidad hunde sus raíces en el dolor!

¡Y la Primavera la sangre altera! Eso es lo que dice el dicho popular. Pero para que comprendamos a fondo este célebre refrán, mi teoría es que deberíamos compararlo con el síndrome que actualmente se conoce como Estrés Postraumático.



   El primero en analizar este cuadro fue Freud, con lo que él denominó Neurosis traumática y también Neurosis de guerra. En definitiva, de lo que se trata es de que cuando nos encontramos sometidos a experiencias desgarradoras, a una situación de estrés intenso, brutal… en esos momentos el organismo trata de resistir con todas sus capacidades. Aguanta como puede, mientras dura el peligro. Pero después, cuando el huracán ha pasado, es cuando nos sale a fuera los temblores, cuando se desatan las emociones y cuando, incluso, nos venimos abajo.



Que la llegada de la primavera traiga consigo la animosidad y la excitación es del todo comprensible, con el aumento de la luz y de la temperatura que a la vez estimula la liberación de hormonas: melatonina, feromonas… que a su vez hace aumentar el impulso sexual, etc., etc. ...




 Pero es teniendo en cuenta la inmensa trascendencia que representaba para la Humanidad, desde los tiempo antiguos, el dejar atrás el oscuro y fatídico invierno como se puede valorar y hacer justicia a la exaltación y al jubileo del equinoccio primaveral, al retorno de Perséfone...




Y, al mismo tiempo, si recordamos el fenómeno del estrés postraumático podremos comprender, igualmente, que también puedan darse, sobre todo en los primeros compases de la primavera, justamente el efecto inverso. Pues es de siempre conocido que en primavera aumentan los trastornos  emocionales y que la clásica “astenia primaveral” hace que uno se sienta venir abajo, ya que este cuadro se caracteriza por un profundo cansancio, agotamiento y falta de energía.



Pero ya saben que la vida es paradójica. ¡No paro de repetirlo! Lo esperable es que con la llegada de la primavera vuelvan y aumenten las energías, los ánimos y las ganas de vivir. ¡Y esto es lo que generalmente ocurre! ¡En esto consiste la celebración de la primavera! ¡El eterno Retorno! Pero también, conociendo los efectos postraumáticos del estrés, puede resultarnos igual de comprensible el hecho de que cuando llevas meses y meses… largos e interminables meses apretando puños y dientes, encogido por el frio y por el pánico… Meses inacabables, con amagos traicioneros, hacia el final,  de ligeras bonanzas, como canta el refranero catalán: “Març, marçot, tira a la vella al sot i a la jova si pot” (Marzo, marzote, tira a la vieja al hoyo y  a la joven si puede) (La variante popular que más ha perdurado es: “Març, marçot, mata –o treu- a la vella de la vora del foc, i a la jove si pot”)...



...meses sin dejar por un momento  de dedicar rezos a tus dioses, de practicar conjuros y sortilegios para intentar apartar de ti y de los tuyos a la negra Parca, la cual ronda tan cercana y sin descanso, que has venido sintiendo el aliento de la Muerte recorrer tu espalda, tu espina dorsal, haciendo erizar los cabellos de tu nuca… Entonces, es igual de comprensible, digo, que cuando empieces a notar que por fin, de verdad, se aleja el peligro…




…Que entonces puedas bajar ya la guardia… y que te salga todo lo que has estado aguantando. Lo que has estando soportando… y a lo que has sobrevivido. ¿Cómo no va a ser normal, entonces, que la sangre se altere? ¡Que todo tu ser se altere! ¡Y que con los primeros signos de la primavera… empieces a enloquecer...!




 Escrito por:Lauren Sangall Psicólogo Clínico. Psicoterapeuta. Premia de Mar -Barcelona-     
 T. 93 751 63 54      e-mail: laurensangall@gmail.com 

lunes, 31 de diciembre de 2012

¿Esperando los Reyes Magos?


                       

         La pasada semana, en todas las partes del mundo de cultura con influencia cristiana, se ha celebrado la Navidad. Y con ella, la gente ha estado esperando la llegada de Papa Noel. En especial, los niños, con toda la tremenda ilusión que conlleva el que el mágico personaje del trineo volador haya leído nuestra carta y accedido a nuestros deseos.

         En España, parece que no tenemos suficiente con ese afectuoso ritual de Santa Claus, sino que, además, seguimos esperando a los tres Reyes Magos. Costumbre de rancio abolengo,  pues se viene celebrando desde el siglo V, mientras que el Noël-Santa Claus consiste en una versión yanqui de San Nicolás, importada por los emigrantes holandeses del siglo XIX, y posteriormente maquillada por la marca Coca-cola.



         En fin, que en la noche del 5 de enero, todos esperamos que, al menos, nuestro “Rey favorito” se haya leído nuestra carta de los deseos y acceda a satisfacer nuestras demandas, siempre que hayamos declarado, ¡eso sí!, que nos hemos portado muy bien durante todo el año anterior…

         Descubrir la “verdad” sobre Noel o Los Magos de Oriente representa una de las primeras y grandes decepciones de nuestra vida. Tanto es así que ha venido a considerarse como la “Pérdida de la Inocencia”...




        Por mi parte, yo recuerdo con aguda precisión como una noche de Reyes, cuando tenía cinco años, mientras buscaba unos zapatos con el fin de ponerlos en el balcón y que fueran rellanados de golosinas por los pajes de los Reyes… encontré  los juguetes que había pedido y escrito, con titubeante letra de redondilla, en la que era mi primera carta (aprendí a escribir de forma precoz). ¡Allí estaban todos: guardados y empaquetados, dentro de un armario!

         ¡Aquello me dejó perplejo! Empecé a gritar de pura excitación, pero mis padres se apresuraron a mandarme a callar, diciéndome que los Reyes deberían estar ya por el edificio, lo que explicaría que los juguetes estuvieran, ya, en el armario… y que estaban esperando a que yo me quedara dormido para sacarlos y “montar la parada”. Con lo cual, aprovecharon para enviarme a la cama sin más demora.

         De esta forma, mis padres salieron del apuro como pudieron… pero a mí se me quedó instalada la sombra de una duda… Así, que al año siguiente, me prometí a mí mismo que no me dormiría, sino que me haría el dormido… ¡si fuera preciso, durante toda la noche! ¡Y yo podía ser muy testarudo…! Así fue como pude develar todo el “misterio” con mis propios ojos, pues papá y mamá no se hicieron esperar demasiado y tampoco fueron en exceso silenciosos: antes de medianoche se pusieron a colocar, torpemente, los paquetes de regalos junto a la ventana de mi habitación que, al estar en penumbras, provocaba que fueran tropezando una y otra vez, y, con ello, el que fuesen rechistando entre ellos.


         Incluso me hice “el tonto” el siguiente año, para no quitarles a ellos la ilusión… pero cuando tuve ocho años, les dije que me dieran el dinero y me fui directamente a la juguetería del barrio y me compré un juego de mémory y el acordeón de la orquesta do-re-mí...

         Y es que las personas solemos vivir, en cierta manera, esperando siempre a que lleguen los Reyes Magos. Es como una especie de presentimiento secreto de todo el mundo. Cada uno a su manera, aunque sea de forma vaga o imprecisa, suele caer en una “actitud de espera” como posición existencial ante la vida. Precisamente, Erik Berne  utilizó irónicamente la expresión: “Esperando a Santa Claus”, para denominar a esa posición característica de ir tirando, sin pena ni gloria, por la vida, en espera de que algún día llegue un hipotético acontecimiento liberador… pero que al final no consiste en otra cosa, en palabras del propio Berne, que en la “jubilación”, o en la “menopausia”

         Pero “Esperando a Santa Claus” parece ser que nos mantiene, hasta cierto punto, esperanzados y, a la vez, sugestionados, mientras tanto va transcurriendo la vida... Pues “la vida es lo que nos sucede mientras vamos pensando en otros planes”, nos recordaba John Lennon… Y así,  la existencia va pasando ante nuestros hipnotizados ojos... que siguen esperando y esperando... ¡Nos cuesta tanto descubrir y aceptar, de verdad,  que los Reyes Magos no existen…!



       Aunque, tal vez, el día de Navidad sí que habían regalos junto al Árbol... pero no los había dejado ahí ningún Papá Noel. ¡Tal vez  sí que podamos volver a hacer mágico el día de Navidad... o el de Reyes… o cualquier día…! Pero habremos de asumir que hemos de ser nosotros mismos quienes habremos de colaborar con la magia, para que ésta pueda manifestarse.


Escrito por:Lauren Sangall Psicólogo Clínico. Psicoterapeuta. Premia de Mar -Barcelona-     
 T. 93 751 63 54      e-mail: laurensangall@gmail.com 

martes, 4 de septiembre de 2012

“El descanso del guerrero” (“ Volver a empezar o la aventura continúa…”)





            El mes de septiembre, en Catalunya, suele ofrecer un aspecto delicioso. No nos recuerda la decadencia del verano sino que, más bien, nos regala un paisaje de elegancia y de madurez solemne. El sol se entibia amorosamente, las aguas reverberan reflejos dorados y todo se impregna de la brillante luz del mediterráneo, mientras los ocres comienzan a ensayar, subrepticiamente, su espléndida sinfonía de colores…




            Aún, con todo ello, a mí siempre me ha inyectado una cierta dosis de nostalgia. La consumación del período vacacional y la vuelta a la habitual cotidianidad parecen querer hablarme de la fugacidad del tiempo y de la importancia de vivir intensamente…





            Acostumbro a estar todo el mes de agosto de vacaciones, así que al llegar septiembre, se me impone una especie de “vuelta al cole”. Se inicia una nueva temporada. Como un volver a empezar: los pacientes, los informes, las llamadas telefónicas, preparar talleres… ¿acabaré en este año de escribir ese libro…? En fin, “tornem a la brega”.




            Por cierto, a principios de agosto, mientras estaba preparando el equipaje para marchar de vacaciones, la verdad es que, en algún momento, también me imaginé deshaciéndolo. ¡Como, efectivamente, después así ha sido! ¡Es lo que también tiene septiembre! ¡Las cosas son así! Y qué hermosamente lo había descrito Machado: “Todo pasa y todo queda/ pero lo nuestro es pasar…/ Pasar haciendo caminos…”

            Hacer para deshacer. También podría decirse de esta forma. Todo lo que se hace… en algún momento, tarde o temprano, habrá de deshacerse. ¡Sin duda! Pero la clave de todo esto, precisamente, está en volver a empezar. De eso se trata. “¡Volver a empezar!” Sobre los escombros del templo derruido… se volverá a construir un nuevo templo, aún mayor que el antecesor… De las cenizas del Fénix… resurgirá de nuevo el ave con todo su espléndido fulgor…  Hacer y deshacer forman partes ineludibles del ciclo de la Vida, por lo que volver a empezar no habría de encararse agónicamente, sino con la aceptación complaciente de haber consumado otra vuelta en nuestro viaje eterno, otra experiencia circular en la espiral de nuestra existencia. Porque lo importante no son las vacaciones… lo importante no es el verano… ¡Lo importante… eres Tú!



            El “descanso del guerrero” es algo muy “serio”. Incluso imprescindible. Pero no hay que olvidar que la gracia del “descanso” se encuentra tanto en el propio descanso, en sí mismo, como en el hecho de que es, precisamente, gracias al “descanso” que el guerrero retoma fuerzas y puede continuar con su misión. Vuelve a la “lucha”. Retorna al camino con renovadas energías… ¡Porque lo importante… es el camino!

            ¿Pero no era Yo… lo importante? ¿En qué quedamos?

            ¡Eso es! Lo importante es… el camino… y lo importante… eres Tú! Porque, resulta, que Tú eres el camino. Recuerden de nuevo a Machado: “Caminante, no hay camino. Se hace camino al andar…”




            La Vida es como una inmensa paradoja. Siempre estamos volviendo. Una y otra vez volvemos a empezar de nuevo… Y en realidad, nunca se vuelve, porque el volver no es más que una ilusión, un espejismo… ¿A dónde se puede volver, si cada momento es único? Cada momento de la Vida es una situación existencialmente nueva. ¿Y quién es el que vuelve, si el hombre está realizándose continuamente? El hombre se está renovando constantemente… Ya no soy el mismo de ayer… el de antes de empezar las vacaciones, el de antes de hacer el equipaje… que después tuve que deshacer de nuevo… ¡Hacer para deshacer…!




            Entonces, podemos intuir que en el fondo del fondo… nada empieza ni nada acaba… tan sólo, la Aventura continúa…


 Escrito por:Lauren Sangall Psicólogo Clínico. Psicoterapeuta. Premia de Mar -Barcelona-     
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miércoles, 9 de mayo de 2012

“La Resiliencia” (3ª. Parte) (Siete vidas tiene un gato.)






“Tranquila, mi vida…”, cantaba Antoñito Flores, “…he roto con el pasado./ Mil caricias pa’ decirte/ que siete vidas tiene un gato…”

Eso también le escuchaba decir a mi padre, cuando niño. “¿Por qué dices que los gatos tienen siete vidas?”, le preguntaba yo. “¡Porque siempre caen de pié!”, era su respuesta. Y tanto me llegó a intrigar el tema que anduve un tiempo expiando a todos los mininos del barrio y hasta, a más de uno, llegaría a achuchar desde lo alto de tapias y tejados para hacerlos caer… Y no descansé con mis pesquisas hasta comprobar que, efectivamente, ¡siempre caen de pié! 


Sin embargo, si por ese detalle tuvieran que ganarse la reputación de lo de las siete vidas… ¡estarían apañados! No se trata, simplemente, por caer de pié por lo que se salvan, sino por… ¡saber caer! Los gatos despliegan una especie de anti-reflejo que les lleva a aterrizar en un estado de profunda relajación. ¡Ese es el secreto! Si en cambio fueran a dar con el duro suelo en tensión, rígidos y encogidos por el miedo, el hecho de que cayeran de pié no les salvaría de destrozarse huesos y tendones. A partir de lo cual, su supervivencia se vería muy comprometida.

Es relajándose en la caída como consiguen absorber completamente el golpe. Y lo hacen con tanta gracia que parece que reboten. ¡Sí, los gatos son auténticos maestros de resiliencia! ¡Los gatos y los borrachos! No me malinterpreten. Voy a mencionar de nuevo mi infancia para evocar a aquellos borrachos empedernidos, a aquellos desgraciados entrañables (¡viva el oxímoron!) que todo el pueblo conocía. Los que hacían las delicias de la chiquillería, provocadores de burlas y de compasión…


 Bajo los efectos de semejantes melopeas, aquellos patéticos personajes acababan cayendo en redondo en mitad de la acera… y allí quedaban tirados, durmiendo la mona. Pero unas horas más tarde… aquellos viejos se levantaban tranquilos… silenciosos… amnésicos… ausentes… ¡como si nada! ¡Ni un hueso roto! ¡Ni una simple magulladura! ¡Nada! ¡Eso es lo que quiero remarcar: el saber caer. ¡No hay como saber caer y absorber el golpe!


De igual manera, es la flexibilidad de nuestras capacidades psicológicas la que nos posibilita el volver a salir a flote e incluso, finalmente, bien parados. Algo similar nos ha querido transmitir, desde antaño, la popular fábula del roble y el bambú. Ya saben: una ligera y flexible caña de bambú había crecido junto a un recio roble, a orillas de un río. Cada día, el fuerte y robusto árbol se vanagloriaba de su gran resistencia e invulnerabilidad, mientras que reprendía a la caña por doblarse a uno y otro lado, removida por el viento. Sin embargo, llegó en una ocasión una terrible tempestad que duró toda la noche… lo cual hizo que el bambú se inclinase hasta ras del suelo…   Cuando a la mañana siguiente logró pasar  el huracán, el roble estaba roto, partido en dos… para la caña seguía en pié. ¡Había recuperado su verticalidad… y se mecía, grácil, bajo la luz del sol!


Boris Cyrulnik, el gran estudioso de la resiliencia, escribe que “hay que golpear dos veces para que se produzca un trauma”, refiriéndose a la “teoría de la doble herida”. Todo ello vendría a decir que para que un impacto o golpe doloroso de la vida llegue a traumatizarnos, hace falta un “doble impacto”. El primer impacto se refiere al propio proceso real, externo, que nos acontece en la vida. Pero el segundo impacto vendría a producirse con el significado que nosotros le lleguemos a dar, en nuestra historia personal: nuestra rigidez propiciaría que se llegara a enquistar y que, en consecuencia, se formase el trauma. En cambio, nuestra flexibilidad facilitaría que se reabsorbiese y que se integrara en nuestra biografía, asumiendo un significado que acabaría por enriquecernos… (“lo que no mata, engorda.”)

Por lo general, la disposición resiliente ha de irse entretejiendo lentamente y, en cuyo proceso, no hay que despreciarse ciertos factores ambientales sino que, por el contrario, estos pueden, o bien generar la consolidación del segundo impacto, a través de la estigmatización, del rechazo o del menosprecio (“ha sido por tu culpa”, “tú te lo has buscado”, “no es para tanto”, etc., etc.) o, por el contrario, resultar auténtica agua bendita: encontrar comprensión y afecto humano son ingredientes fundamentales para el desarrollo de la resiliencia. De ahí la gran importancia que puede tener la comunicación, la solidaridad  y el sincero apoyo psicológico y moral. Una mano amiga no tiene precio, en esos momentos: un tutor de resiliencia, un adulto significativo, una persona en quien poder confiar, que nos preste apoyo, que nos permita expresarnos y que nos incentive a la superación personal.



A falta de este “otro que nos tienda su mano… habremos de buscarnos cualquier elemento (suceso, lugar, personaje…) que nos inspire y nos pueda transmitir fe en la vida. En esto, el arte puede ser la mayor medicina. Y, sobretodo, recuerden que siempre…  siempre… nos quedará París… ¡Ay, no! ¡Quería decir…  el HUMOR!



          (Continua en el Epílogo - en el siguiente post-)