¡Ya estamos en Navidad! Y aunque el azote de
la crisis viene haciendo estragos en los presupuestos, tanto públicos como privados,
para ocio y festejos, en el fondo, la guestalt
del ambiente colectivo sigue siendo más o menos el mismo de siempre: aunque más
modestamente, en las calles vuelven a encenderse las luminarias festivas y los
escaparates de los comercios se engalanan, aún con más profusión, a ver si a
base de más glamour y purpurina
consiguen estimular el consumo, en medio de tal alarde de celebración y
euforia.
Ha
vuelto la Feria de Santa LLucia, con sus puestos de “belenes” y figurillas para
el pesebre. Muérdago, abetos, flores de pascua, papa-noeles, guirnaldas
multicolores y villancicos por doquier… En fin, ¿quién podría ignorar que toda
la ciudad es una fiesta…? ¿Pero lo es,
en realidad…? ¿O tan sólo lo parece? ¿Semejante explosión de luces, de brillos
y colores, de invitaciones, felicitaciones y mensajes de armonía… son la
genuina expresión de una irrupción de alegría colectiva… o sólo un simulacro…?
Porque, quien habría de decir que en momentos tan amables y luminosos sea
cuando, año tras año, se produce la mayor incidencia de trastornos por
depresión, como lo recogen las estadísticas del Instituto Nacional de Salud.
¿Qué
ocurre entonces? ¿Es acaso que la Navidad deprime…? ¿Cómo es, entonces, que la
fiesta de la paz y el amor, por antonomasia, la fiesta que consigue que hasta
en las trincheras de los frentes bélicos ondeen banderas blancas y las guerras
se detengan, temporalmente, en su honor… pueda provocar tristeza, agobio…
irritabilidad… incluso asco, rabia y hasta odio?
Tal vez piensen que exagero, pero lo cierto es que cada vez se oye más a menudo a alguien que comenta que “odia las navidades”. No se trata tan sólo de sátiras teatrales para monologuistas deslenguados (¿recuerdan aquel desternillante y corrosivo “Pastorcillos, pastorcillos…” de Pepe Rubianes?), sino de comentarios espontáneos en cualquiera de nuestros familiares y amigos… En cualquiera de nosotros.
Dada
la incuestionable actualidad del tema, permítanme analizar un poquito más a
fondo la cuestión. Pues bien, podríamos decir que ante esa apabullante muestra
de felicidad ambiental y colectiva, debe ocurrir, como reza aquel dicho
popular, que “el césped siempre se ve más
alto al otro lado de la valla.” Pero
hay que recordar que lo más paradójico de esa idea consiste en que es recíproca
y lo mismo le suele ocurrir “al vecino”, pues resulta que “al otro lado de la valla” es una designación de lugar
absolutamente relativa a la posición
donde se encuentre el observador. Así pues, digamos que cada cual va viendo ese despliegue de jubileo y se debe
preguntar, en secreto, si algo
patológico debe estar padeciendo en su interior y que el anómalo debe ser uno mismo,
pues la verdad es que uno no acaba de encontrar en sus adentros tal emergencia
expansiva de entusiasmo y regocijo. Pero para no dejar expuesta su desviación o
“anormalidad” en público, intentará apuntarse al carro, en alguna medida y así
va siguiendo la corriente…
Otro
mecanismo para intentar recuperar algo de ilusión consiste en proyectarse en
los hijos pequeños: mientras haya niños en casa, en la época de crianza,
solemos identificarnos, inconscientemente, con la edad mágica de la infancia y
nos lanzamos, así, a la transmisión intensa de todo el imaginario folklórico
navideño. De esta manera, embufandamos a los críos hasta los ojos y los hacemos
participar en la compra del árbol, los christmas de felicitación y demás
abalorios de las fiestas. Los llevamos a ver el pesebre viviente, la cabalgata
de Reyes y, sobretodo, les mostramos lo expertos que somos en confeccionar el pesebre doméstico, añadiendo cada año más y
más figurillas a abigarrado Belén, de forma casi compulsiva, a pesar de que la
mayoría de los niños demuestren que casi
tienen suficiente con el “pixaner” y el “caganer”.
La imagen social también pesa lo suyo, así “si el vecino pone un árbol adornado en la puerta de casa, pues yo podré largas serpentinas de luces de colores…” Y así vamos entrando en un bucle colectivo de complicidades encubiertas. Todo ello no es difícil que acabe por cristalizarse en una extraña ambivalencia de envidia y exclusión encubierta, por un lado, así como de escepticismo y desprecio, por otro. Y todo bien espolvoreado con una buena dosis de hipocresía social. Entonces, con este ánimo depresivo, no es de extrañar que todo cueste más trabajo: la compra de regalos, la preparación más elaborada de las comidas familiares, etc., etc., y así se va entrando en un círculo vicioso que retroalimenta nuestro fastidio, con lo cual lo que acabamos deseando de verdad es que se acaben ya “de una puñetera vez las putas navidades de los cojones”, que diría Rubianes.
Estas
simples peculiaridades ya pueden empezar a explicar las sensaciones de incordio
y falsedad que rezuma con facilidad en el ambiente navideño contemporáneo, pero
aún queda mucho más en el fondo. En el fondo, y para resumirlo rápido, lo que
hay es decepción. El regusto amargo
de la decepción…
(Continua en el próximo post -y espero que entonces ayude a recuperar el
auténtico espíritu navideño-)
Escrito por:Lauren Sangall. Psicólogo Clínico. Psicoterapeuta. Premia de Mar -Barcelona- T. 93 751 63 54 e-mail: laurensangall@gmail.com
Me ha gustado mucho la primera imagen del pollo y el pavo... :). Muy descriptivo.
ResponderEliminarSaludos Lauren.