Acababa
la primera parte de este artículo haciendo referencia a que en el fondo del
incordio secreto que podamos sentir ante las fiestas navideñas, reside la
decepción. Es indudable que existe también una
gran presión social, la cual pretende instigarnos al consumo
extraordinario, con la excusa de la Gran Fiesta y de la animosidad colectiva que
parece que sea obligado experimentar durante estas fechas. Ello, por sí solo, ya nos inocula una buena
dosis de tensión y de conflicto. Pero además de todo eso, parece que hay algo mucho
más oculto: diría que se nos va abriendo paso, desde el fondo… el “regusto amargo de la decepción.” Con esta frase, terminaba el anterior post.
Parece
ser que al ir perdiendo la inocencia, nos vamos decepcionando paulatinamente,
sintiéndonos cada vez más expulsados del paraíso, hasta ir quedando
“definitivamente” desterrados, al oeste del Edén.
Por
lo general, suele ser habitual que con el paso de los años nos vayamos
decepcionando del mundo. Las esperanzas decepcionadas van haciendo que
cambiemos de posición existencial y, así pues, vamos pasando de “esperar a Santa Claus” a “esperar el Rigor Mortis”, como le gustaba
expresarlo a Erick Berne. Entonces, es fácil comprender que no podamos emocionarnos
demasiado y que nos sintamos bastante descreídos con las muestras desbordantes
de buena voluntad universal, hasta el punto de que acabemos diciendo eso de que “no nos vengan con tanta lucecita, tanto cuento y
tanta chorrada”.
¡Qué le vamos a hacer! Así es nuestra mente:
impaciente, exigente, sobérbica, vengativa… y siempre dando bandazos de un
extremo a otro. Todo eso hace que nos
quedemos siempre a medias tintas, entre dos aguas… y demos, precipitadamente, todo
por perdido, por definitivamente acabado cuando tan sólo nos encontramos a
mitad del camino. ¡En tierra de nadie! En una especie de precipitada y cutre “noche oscura del alma”. Un limbo
absurdo… pero que solamente es temporal. ¡Resulta imprescindible seguir
adelante! ¡Siempre adelante! Pues recuperar el “paraíso perdido”, la
reconquista de la Inocencia, es un largo viaje. Es nuestro Viaje a Ítaca particular. (“Lluny./
Hem d’anar mes lluny./ Mes lluny de l’avuí/ que ara ens encadena.” Lluís
Llach).
Haríamos
mal en burlarnos de nuestros anhelos… de nuestras más nobles aspiraciones.
Confesamos que nos repatea la falsedad y tildamos de hipocresía al ambiente de
la Navidad, mientras los villancicos saturan el aire con sus repetidos
estribillos que hablan de amor y de paz… ¡Pero es que resulta que “paz y amor” es lo que realmente deseamos desear! Eso es lo que
pretendemos conseguir, aunque todavía no lo hayamos logrado. Hemos de tomar
conciencia de que nuestra desilusión del mundo, en realidad, tiene que ver con
nuestras propias expectativas ingenuas, con nuestra percepción inmadura y
desvirtuada de la Realidad… En el fondo, es una “decepción” con nosotros
mismos.
Llegados
a este punto, lo que habremos de resolver es el dejar de seguir proyectando
nuestros espejismos, los cuales acabarían de nuevo deshaciéndose en el aire. En
cambio, haríamos bien en seguir los consejos de Víctor Frankl y en vez de
seguir exigiendo y reclamándole a la Vida, podríamos comenzar a ofrecernos
voluntarios para lo que Ella nos requiera: “No
te plantees tanto lo que esperas de la Vida… sino, más bien, lo que la Vida está esperando de ti.”
Si
no quieres hipocresía social, pues entonces obra con autenticidad. Pues lo verderamente
auténtico no es quedarse en el desprecio, “cagándose
en las malditas Navidades”. Eso es hacer como la zorra de la fábula, que
desprecia las uvas… pero que en realidad las anhela. Lo único es que se
encuentran tan altas que no consigue alcanzarlas. Lo auténtico, pues, es tomar
conciencia de nuestros profundos anhelos de amor… nuestros profundos anhelos de
paz… Y entonces, comenzar a atrevernos a expresarlos. Con sencillez. Con
humildad… ¿Puedes regalar una sonrisa de verdad? ¿Y una caricia…? ¡Intenta
regalar una ayuda solidaria, que salga de tu corazón… y entonces verás que se
puede seguir adelante! ¡Que se puede avanzar!
Algunos
dirán, en fin, que no pueden resultarles
felices las navidades por que les hacen recordar a los seres queridos que ya no
están con nosotros… Es el síndrome de la “silla vacía”. Pero el tema sigue
siendo el mismo: hemos de aprender a vivir. ¡Aceptar la vida! En estos casos,
recordar con amor. Brindar por los ausentes y permitir que la emoción se
exprese. Sin exhibiciones gratuitas, pero sin temor, sin disimulo ni vergüenzas… Si
lloramos, celebremos esas lágrimas, pues son expresión de nuestra estima. Dejemos que resbalen por nuestras mejillas como tributo de amor. Compartir lágrimas y
abrazos hará que se diluya aquel malestar difuso (o agudo) que nos estaba
corroyendo en silencio. Permitiendo emerger nuestra emoción de fondo nos
sentiremos más próximos los unos a los otros, acercándonos hacia un estado
compartido de intimidad, en donde se podrá ir recuperando la sensación de la
magia perdida, la magia de la autenticidad. Al fin de cuentas, esa es la magia
del amor.
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