jueves, 24 de noviembre de 2011

“Hoy puede ser un gran día”

           


          De los refranes y dichos populares que, cuando niño, escuchaba a mi padre o a mi abuelo, tal vez el que más me impactó fue aquella célebre humorada de Campoamor, que reza: “En este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira.”



                Ya he hecho referencia en otros posts  a la importancia que tiene la actitud con la que encaramos las situaciones. Solemos atribuir, en general, la causa de nuestro estado de ánimo a los sucesos externos, sobretodo, a aquellos más próximos a nosotros, es decir, a los acontecimientos que “nos caen encima”. 
“¿Cómo voy a estar…? ¡Si te pasara a ti, ya me dirías como estarías!” Esta suele ser nuestra protesta y nuestra argumentación más habitual, con la que justificamos nuestro estado emocional y damos por zanjado así el asunto (el de la justificación). Pero insisto de nuevo: el problema no está tanto en “las cosas que nos pasan” sino en “cómo nos tomamos… las cosas… que nos pasan”. Parece algo bien elemental, sin embargo no lo es. Por mucho que nos lo hubiera advertido el bueno de Epícteto, ya en el siglo I (“No son las cosas las que atormentan al hombre, sino lo que el hombre piensa sobre las cosas”),   pues, la verdad, es que  con una gran piedra hemos topado: la de las actitudes mentales. Las actitudes dominan nuestras valoraciones y enjuiciamientos, tiñen nuestras emociones y dirigen nuestras conductas.



Para dar un ligera pincelada al tema, pondré un ejemplo bien simple, que ayude a hacerlo más ilustrativo: imaginemos que al salir de casa, de buena mañana, nos resbalamos en plena calle, digamos… con una piel de plátano (tampoco es necesario ser demasiado original),


...y a resultas de ello, nos quedamos por unos instantes tendidos en el suelo, aunque sin hacernos ningún daño, pues hemos reaccionado a tiempo, colocando bien las manos y sabiendo caer.



Pues bien, pongamos por caso que nuestro estilo psicológico habitual sea el tomarnos las cosas con una actitud pesimista, depresiva. Con esta actitud, solemos vivir las cosas desde una valoración de fracaso. Nos catalogamos de perdedores. Nuestro tinte emocional es el desánimo, la tristeza, hasta… incluso la apatía. 


¿Con una actitud así, qué es lo que diremos ante nuestro resbalón matutino, en plena calle? “¡Lo sabía! ¡Si ya lo sabía yo! ¡Soy un torpe…!” ¿Quieren que siga…? Ahí va: “¡…una calamidad! ¡Pues si que empiezo bien el día! ¡Qué desastre! ¡Hoy me he levantado con el pié izquierdo… Si no vale la pena… Estoy por volverme a casa… …!


Dejemos al pesimista, que va de cenizo y gafe por la vida, y vayamos a ver al ansioso. Imaginemos que nuestro estilo sea el tomarnos las cosas siempre con miedo, con temor. Con esta actitud, nuestra  valoración crónica es la del peligro y el riesgo. Vivimos anticipando hipotéticas dificultades... y dudando de si podremos... o no podremos... resolverlas con suficiente éxito... si estaremos a la altura...


  ¿También nos catalogamos de perdedores, como el depresivo…? Bien, como buenos ansiosos, de lo que nos catalogamos es de  intentadores indecisos. ¿Qué quiero decir? Bueno, pues que intentamos dejar de ser perdedores, o pretendemos intentarlo… o “no sé si podré…”. Nuestro tinte emocional será la ansiedad, el nerviosismo, la impaciencia, la inquietud, el “¡ay, ay, ay!”.  ¿Y Con una actitud así, qué diremos,  tendidos en el suelo de la  calle concurrida? ¡Seguramente, antes que nada… intentaremos disimular! Mientras tanto, por dentro iremos diciendo:




“¡Ay, dios mío! ¡Qué ridículo he hecho! ¿Se habrá dado cuenta mucha gente? ¿Se me habrá manchado el vestido? ¿Me habré roto los pantalones? ¡Ay que dolor! ¡Bueno no me duele tanto como creía! ¡Ay que susto! ¡Ay, ay, ay…!”



                Pongámonos ahora en el pellejo de un nuevo estilo: el agresivo. En este caso, las cosas nos la tomamos con irritabilidad, con rabia. ¡Vamos enfadados por la vida! Con esta actitud, tenderemos a valorar las cosas como injustas. Vemos injusticias por doquier y que la gente actúa de mala fe. Nos catalogaremos de luchadores, siempre en guardia y con el hacha de guerra desenterrada. En este caso, el tinte emocional, es el enfado, la irritación, la ira. ¿Y qué diremos, con una actitud así, tras el resbalón del plátano…?


“¡Hostias…! ¡No hay derecho! ¡Cómo puede haber genta tan guarra!” Nos levantaríamos sacudiéndonos el polvo de las ropas, con energía, y seguiríamos despotricando en voz alta, para que nos oiga todo el mundo: “¡Desde luego…! ¡¿Dónde está la educación?! ¡¿Y qué me dicen de los Servicios de Limpieza?! ¡Aquí mucho pagar impuestos, mucho pagar tasas municipales… y ya ven! ¡Qué vergüenza! ¡Desde luego, si agarro al desgraciado que ha tirado aquí la piel de plátano…! ¡Imbécil…!”

-¿Y según tú..?- me preguntó un paciente, al que le estaba explicando estos ejemplos, hace unos días- ¿…que debería decir una persona con una actitud positiva?
-Hay muchos niveles- le contesté- pero para dejar bien tipificado una actitud claramente positiva, podríamos elegir, por ejemplo lo siguiente: “¡Vaya! ¡Menos mal que sigo teniendo reflejos!”
-¡Sí, sí… con una piel de plátano…! ¡Te querría ver a tí pisando una inmensa mierda de perro, como me pasó a mí, hace un par de semanas! ¡Pero inmensa…!
-¡Vaya! ¿De verdad? ¡Eso es lo que me ha ocurrido, precisamente, esta misma mañana- le contesté.
-¡¿Ah, sí?! ¿Y qué dijiste entonces?
-Pues mira, la verdad es que lo que dije fue: “¡Ya sabía yo que había hecho bien, esta mañana, al elegir los zapatos viejos!”

                Tengo que confesar que mentí a mi paciente. Lo que en realidad dije, en aquel momento, fue: “¡Hala! ¡Qué suerte que llevo puestos zapatos.


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