El Amor, explicaba en los
posts anteriores, constituye la verdadera esencia de todo lo real. Por ello, el
Amor representa una necesidad tan profunda que nos resulta del todo imposible
vivir sin él. Sin embargo, lo paradójico del asunto es que al mismo tiempo… le
tenemos miedo. ¡El Amor es lo contrario del miedo y, para colmo, resulta que le
tenemos miedo al Amor! ¡Siempre, siempre la paradoja! Antoni de Mello nos lo
mostraba recordándonos aquel precioso diálogo Zen entre un joven discípulo y su
viejo maestro:
-¿Que
es el amor?- preguntó el discípulo.
-La
ausencia total de miedo- contestó el maestro.
-¿Y
qué es a lo que tenemos miedo?- volvió a preguntar el discípulo.
-¡Al
Amor- respondió el maestro- … al Amor!
De
todas maneras, en vista de que su “consumo” es de tan vital necesidad, algo
había que hacer, y entonces ocurre lo que dice el viejo refranero, que “a falta de pan… buenas son
tortas.” Y así, sucede que en
ausencia del valor necesario para atrevernos con el verdadero Amor, nos vamos
apañando con sustitutos y sucedáneos (“ensayos de amor”). Y cuando uno anda tan necesitado,
hasta con lo falso se disfruta (¡Al menos por un tiempo!).
Si,
en cambio, llegáramos hasta la ausencia total de miedo, entonces abriríamos las
manos y los brazos y nos ofreceríamos sin condiciones como un corazón tendido
al sol, dejándonos fundir con la existencia. En una ausencia total de miedo temblaríamos, pero de gozo, como una gota
de rocío que se ofrece confiada a la luz de la mañana, y bailaríamos a todas
horas porque el amor es la danza de la Vida. Pero aún no sabemos llegar a eso y
mientras vamos desarrollando la capacidad de amar con plenitud, diferentes y
múltiples formas de egoísmo, que a la vez son reacciones defensivas ante el
miedo, se disfrazan de “amor”, de la misma forma que el lobo de la fábula lo
hacía con la piel del cordero. Es el proceso inevitable de ensayo-error para dominar el arte y el oficio.
Así,
todo amor particular y exclusivo suele estar cargado, en mayor o menor medida,
de posesividad y de exigencias, sin apenas darnos cuenta de que la exigencia,
en sí misma, ya es un acto de egoísmo. Pero la mente, a menudo, suele ir de un
extremo al otro y tanto se descarría por exceso como por defecto. De ahí que,
incluso, la opinión popular del “sacrificio
romántico” también parta de
un error de medida, de un desequilibrio. En la idea de que si se ama a alguien,
entonces se ha de anteponer siempre la felicidad del ser amado a la propia, hay
una distorsión, pues la felicidad de una persona no debe sustentarse en el
sufrimiento de otra. Esto me recuerda la reflexión ética de Spinoza, cuando
escribió aquello de que “el
que da sin placer, no es generoso, sino, tan sólo, un avaro que se esfuerza.” Es del todo injusto exigir a nadie
a que renuncie a su derecho a la felicidad, mientras que, por otro lado, el dar ha de ser siempre la expresión de un
sentimiento jubiloso: si cuando damos no sentimos alegría, entonces… es que no
estamos dando.
Con todo esto es fácil confundirse,
pues el apego y el aferramiento simulan a toda costa un amor intenso,
cuando la verdad es que difícilmente van más allá de la dependencia y el
refugio. Por su parte, los celos y la posesividad también reclaman “derechos de amor”,
cuando, en realidad, navegan entre el narcisismo y la neurosis. La mentalidad
obsesiva y mercantilista da por hecho que todo es susceptible de
ser comprado y vendido, y poder decir: “esto
es mío”, para pretender ejercer
un control total sobre ello, incluso con las personas, alienándolas y
rebajándolas, así, a la categoría de objetos.
Pretender cambiar al otro porque queremos que se comporte como a nosotros nos
gustaría es robarle su libertad, es usurparle su derecho existencial a asumir
su responsabilidad, a decidir su propia vida. A veces, justificamos nuestras
exigencias autoritarias pretendiendo saber mejor que nadie lo que al otro le
conviene y aludiendo que actuamos “por
su propio bien”, cuando en el
fondo lo que suele ocurrir es que no nos atrevemos a soltar nuestra interesada
visión, nuestro apego posesivo y, de esta forma, atentamos contra el respeto y
la sagrada libertad de la persona.
Y ya
que comenzaba este post revelando la idea de que el Amor, en el fondo, nos da
miedo (ya lo preanunciaba con el subtítulo), pues bien, vaya como colofón la
reflexión consecuente: el amor nos da miedo… porque el Amor representa una
muerte…
…Representa una muerte, tal vez aún más profunda, más total que a lo que
habitualmente llamamos muerte, que es a la muerte física… Pues entrar en el
Amor, zambullirse en el Amor es lanzarse a un abismo profundo: una caída libre
hacia el fondo del otro, hacia el fondo del mundo, hacia el fondo de la Vida…
hacia el fondo de Dios… Un viaje hacia el fin de la Noche, donde entregamos el
ego. Pues el Amor… es la muerte del Ego.
Miren
por donde, esto me recuerda a una antigua canción de Los Chunguitos, aquella vieja
rumba que jaleaba: “Si me das
a elegir/ entre tú y mis ideas/ que yo sin ellas/ soy un hombre perdido./ ¡Ay,
amor… me quedo contigo!”
Continúa -y acaba- en el próximo post.)
Continúa -y acaba- en el próximo post.)
Escrito por:Lauren Sangall. Psicólogo Clínico. Psicoterapeuta. Premia de Mar -Barcelona- T. 93 751 63 54 e-mail: laurensangall@gmail.com
QUÉ FUEEEEEEEEERTE... PERO QUÉ CIERTO¡¡¡ .
ResponderEliminarMe encanta tus reflexiones...me llegan como agüita de mayo.jajajaja
Por qué no nos enseñan desde pequeños ....y no, que nos confunden con pelis, educación emocional erronea y programaciones múltiples falsas o equivocadas.??? ainssssss.
abrazos.
Tu feed-back positivo también se recoge como agua bendita.
EliminarGracias, Maia-María, por participar.
Dios mio¡ cuánto nos queda por aprender, creo que cuando haya aprendido a amar, tendré demencia senil de vieja, revieja, jeje.
ResponderEliminarAprovecho para enviarte un abrazo lauren, no te imaginas lo importante que es para mi tu terapia.
Mil gracias
Fdo Sonia Ibáñez
No te preocupes, Sonia, que cuando hayamos aprendido a amar, con mayúsculas, entonces no habrá vejez ni senilidad que pueda afectarnos.
EliminarGracias por seguirme.