Aunque puede parecer sorprendente, también se cometen abusos con la verdad. De ello trataba los dos posts anteriores.
La aspiración y la necesidad de basar las relaciones sociales en la veracidad y la honestidad, ha de considerarse, desde luego, como algo incuestionable y fuera de toda duda, ya que sólo así puede proporcionarse el fondo de confianza que honre a las relaciones humanas. Sin embargo, también hemos de saber admitir que, en el estado en el que se encuentra el ser humano, aun no sabemos vivir sin mentiras. Una máxima bien sincera es aquella que nos recuerda que “la primera mentira del hombre es decir que no miente.”
Me parece fundamental el que lleguemos a reconocer la necesidad de la mente de vivir en la mentira. Y eso ya por la sencillísima razón de que cualquier asimilación que haga la mente, cualquier asimilación mental, no deja de ser una deformación de la verdad.
Con esta trilogía de artículos no pretendo, en absoluto, hacer una apología de la mentira, sino, por el contrario, incentivar la reflexión sobre la gestión adecuada de la verdad. Así como todas las cosas necesitan encontrar su punto medio, su punto de equilibrio para llegar a su perfección o excelencia, de igual forma habríamos de entender el uso que habríamos de hacer con la verdad: encontrar la dosis apropiada para cada momento. ¿Cómo y cuando ha de revelarse un secreto…? ¿Cuándo y de qué forma ha de transmitirse una noticia trágica…? El tema de la gestión de la verdad es más delicado de lo que pueda parecer a primera vista.
Cuando nos introducimos en el tema, con lo primero que nos encontramos es con el terreno resbaladizo de las mentiras piadosas, a las que solemos considerar como trucos o invenciones amables para ir haciendo más digeribles los sufrimientos de la vida. A propósito de este tema, Jorge Bucay escribe que “casi todas las mentiras son piadosas, sólo que piadosas con uno mismo.” Y en eso habríamos de darle la razón: son piadosas con el que miente. Cuando echamos mano de lo que llamamos una mentira piadosa, habríamos de saber ver que lo que, generalmente, estamos escondiendo y proyectando no es otra cosa que nuestro propio temor al sufrimiento.
¿Recuerdan la historia de la película "La vida es bella"? Aquella que narraba el horror de los campos de concentración nazi, en la que un padre desesperado trata de hacerle vivir la situación más llevadera a su hijo pequeño, fingiéndole de que todo se trata de un juego... ¿Se trataba de una historia de mentiras... o de una historia de amor? ¿Qué les parece...?
¿Recuerdan la historia de la película "La vida es bella"? Aquella que narraba el horror de los campos de concentración nazi, en la que un padre desesperado trata de hacerle vivir la situación más llevadera a su hijo pequeño, fingiéndole de que todo se trata de un juego... ¿Se trataba de una historia de mentiras... o de una historia de amor? ¿Qué les parece...?
Por el contrario, la práctica de la verdad de forma incuestionable nos llevaría a posiciones fundamentalistas, como el idealismo kantiano, que aunque proclame una ética de valores inmaculados, también cae en una rigidez que, al final, acaba resultando incompatible con la imprevisibilidad y el relativismo de la propia vida. Kant se mostraba absoluta y rigurosamente en contra de cualquier mentira, pasándolo todo por debajo de su imperativo categórico, el cual impone la práctica de la verdad como un deber universal, sin ninguna excepción posible.
Ante exigencias tan extremas, otras corrientes filosóficas desarrollaron enfoques completamente enfrentados, como es el caso del Utilitarismo. La escuela de Stuart Mill aboga por un pragmatismo básico, que ensalza lo útil por encima de todo y lo que fuere mejor para la mayoría. Pero una vez más, volvemos a irnos de extremo a extremo y la búsqueda económica de resultados prácticos, acaba diluyendo la ética de valores y termina cayendo en la fórmula relativista de que el fin justifica los medios.
Entre un extremo y otro habríamos de ir buscando un punto de equilibrio, y aquí nos podemos encontrar con planteamientos de corte más existencialistas. Para éstos, la importancia recaerá en la comprensión existencial del momento concreto, a fin de poder aplicar una ética situacional (más información en el post: “Estar despierto o la ética de la situación” http://tallerpsicologia.blogspot.com.es/2011_08_01_archive.html )
Pero lo curioso del asunto es que el mismísimo Kant llegará, después de todo, a expresar la necesidad práctica de creer en Dios, a pesar de que “no tengamos el más mínimo sustento para suponer de manera absoluta el objeto de esta idea.” Un razonamiento que recogerá Voltaire, por su cuenta, sin tantos ambages, y llegaría a escribir su célebre frase: “Si Dios no existiese, habría que inventarlo.”
¿Entonces, en qué quedamos?
Pues resulta, simplemente, como comentaba en el primer post de esta trilogía, recordando al Eclesiastés, que “existe un tiempo para cada cosa, bajo los cielos.” También existe, pues, un tiempo para soñar... y un tiempo para despertar, como intenta respetar el timing psicoanalítico. Y por mucho que nos empeñemos, no podremos convencer a un niño de cuatro años que 1 kg. de hierro pesa exactamente igual que 1 kg. de paja (¡dónde va a parar...! ¡Con lo que abulta un kilo de paja!). Ni tampoco habríamos de esforzarnos demasiado por demostrarle a ese infante que no existe ningún ratoncito Pérez... o que los Reyes Magos, en verdad... resultan ser los padres.
(Continua en el Epílogo, en el próximo post.)
(Continua en el Epílogo, en el próximo post.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario