miércoles, 9 de mayo de 2012

“La Resiliencia” (3ª. Parte) (Siete vidas tiene un gato.)






“Tranquila, mi vida…”, cantaba Antoñito Flores, “…he roto con el pasado./ Mil caricias pa’ decirte/ que siete vidas tiene un gato…”

Eso también le escuchaba decir a mi padre, cuando niño. “¿Por qué dices que los gatos tienen siete vidas?”, le preguntaba yo. “¡Porque siempre caen de pié!”, era su respuesta. Y tanto me llegó a intrigar el tema que anduve un tiempo expiando a todos los mininos del barrio y hasta, a más de uno, llegaría a achuchar desde lo alto de tapias y tejados para hacerlos caer… Y no descansé con mis pesquisas hasta comprobar que, efectivamente, ¡siempre caen de pié! 


Sin embargo, si por ese detalle tuvieran que ganarse la reputación de lo de las siete vidas… ¡estarían apañados! No se trata, simplemente, por caer de pié por lo que se salvan, sino por… ¡saber caer! Los gatos despliegan una especie de anti-reflejo que les lleva a aterrizar en un estado de profunda relajación. ¡Ese es el secreto! Si en cambio fueran a dar con el duro suelo en tensión, rígidos y encogidos por el miedo, el hecho de que cayeran de pié no les salvaría de destrozarse huesos y tendones. A partir de lo cual, su supervivencia se vería muy comprometida.

Es relajándose en la caída como consiguen absorber completamente el golpe. Y lo hacen con tanta gracia que parece que reboten. ¡Sí, los gatos son auténticos maestros de resiliencia! ¡Los gatos y los borrachos! No me malinterpreten. Voy a mencionar de nuevo mi infancia para evocar a aquellos borrachos empedernidos, a aquellos desgraciados entrañables (¡viva el oxímoron!) que todo el pueblo conocía. Los que hacían las delicias de la chiquillería, provocadores de burlas y de compasión…


 Bajo los efectos de semejantes melopeas, aquellos patéticos personajes acababan cayendo en redondo en mitad de la acera… y allí quedaban tirados, durmiendo la mona. Pero unas horas más tarde… aquellos viejos se levantaban tranquilos… silenciosos… amnésicos… ausentes… ¡como si nada! ¡Ni un hueso roto! ¡Ni una simple magulladura! ¡Nada! ¡Eso es lo que quiero remarcar: el saber caer. ¡No hay como saber caer y absorber el golpe!


De igual manera, es la flexibilidad de nuestras capacidades psicológicas la que nos posibilita el volver a salir a flote e incluso, finalmente, bien parados. Algo similar nos ha querido transmitir, desde antaño, la popular fábula del roble y el bambú. Ya saben: una ligera y flexible caña de bambú había crecido junto a un recio roble, a orillas de un río. Cada día, el fuerte y robusto árbol se vanagloriaba de su gran resistencia e invulnerabilidad, mientras que reprendía a la caña por doblarse a uno y otro lado, removida por el viento. Sin embargo, llegó en una ocasión una terrible tempestad que duró toda la noche… lo cual hizo que el bambú se inclinase hasta ras del suelo…   Cuando a la mañana siguiente logró pasar  el huracán, el roble estaba roto, partido en dos… para la caña seguía en pié. ¡Había recuperado su verticalidad… y se mecía, grácil, bajo la luz del sol!


Boris Cyrulnik, el gran estudioso de la resiliencia, escribe que “hay que golpear dos veces para que se produzca un trauma”, refiriéndose a la “teoría de la doble herida”. Todo ello vendría a decir que para que un impacto o golpe doloroso de la vida llegue a traumatizarnos, hace falta un “doble impacto”. El primer impacto se refiere al propio proceso real, externo, que nos acontece en la vida. Pero el segundo impacto vendría a producirse con el significado que nosotros le lleguemos a dar, en nuestra historia personal: nuestra rigidez propiciaría que se llegara a enquistar y que, en consecuencia, se formase el trauma. En cambio, nuestra flexibilidad facilitaría que se reabsorbiese y que se integrara en nuestra biografía, asumiendo un significado que acabaría por enriquecernos… (“lo que no mata, engorda.”)

Por lo general, la disposición resiliente ha de irse entretejiendo lentamente y, en cuyo proceso, no hay que despreciarse ciertos factores ambientales sino que, por el contrario, estos pueden, o bien generar la consolidación del segundo impacto, a través de la estigmatización, del rechazo o del menosprecio (“ha sido por tu culpa”, “tú te lo has buscado”, “no es para tanto”, etc., etc.) o, por el contrario, resultar auténtica agua bendita: encontrar comprensión y afecto humano son ingredientes fundamentales para el desarrollo de la resiliencia. De ahí la gran importancia que puede tener la comunicación, la solidaridad  y el sincero apoyo psicológico y moral. Una mano amiga no tiene precio, en esos momentos: un tutor de resiliencia, un adulto significativo, una persona en quien poder confiar, que nos preste apoyo, que nos permita expresarnos y que nos incentive a la superación personal.



A falta de este “otro que nos tienda su mano… habremos de buscarnos cualquier elemento (suceso, lugar, personaje…) que nos inspire y nos pueda transmitir fe en la vida. En esto, el arte puede ser la mayor medicina. Y, sobretodo, recuerden que siempre…  siempre… nos quedará París… ¡Ay, no! ¡Quería decir…  el HUMOR!



          (Continua en el Epílogo - en el siguiente post-)




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