lunes, 23 de diciembre de 2013

“La Depresión Navideña” (1ª. parte)



     

          ¡Ya estamos en Navidad! Y aunque el azote de la crisis viene haciendo estragos en los presupuestos, tanto públicos como privados, para ocio y festejos, en el fondo, la guestalt del ambiente colectivo sigue siendo más o menos el mismo de siempre: aunque más modestamente, en las calles vuelven a encenderse las luminarias festivas y los escaparates de los comercios se engalanan, aún con más profusión, a ver si a base de más glamour y purpurina consiguen estimular el consumo, en medio de tal alarde de celebración y euforia.

         Ha vuelto la Feria de Santa LLucia, con sus puestos de “belenes” y figurillas para el pesebre. Muérdago, abetos, flores de pascua, papa-noeles, guirnaldas multicolores y villancicos por doquier… En fin, ¿quién podría ignorar que toda la ciudad  es una fiesta…? ¿Pero lo es, en realidad…? ¿O tan sólo lo parece? ¿Semejante explosión de luces, de brillos y colores, de invitaciones, felicitaciones y mensajes de armonía… son la genuina expresión de una irrupción de alegría colectiva… o sólo un simulacro…? Porque, quien habría de decir que en momentos tan amables y luminosos sea cuando, año tras año, se produce la mayor incidencia de trastornos por depresión, como lo recogen las estadísticas del Instituto Nacional de Salud.

         ¿Qué ocurre entonces? ¿Es acaso que la Navidad deprime…? ¿Cómo es, entonces, que la fiesta de la paz y el amor, por antonomasia, la fiesta que consigue que hasta en las trincheras de los frentes bélicos ondeen banderas blancas y las guerras se detengan, temporalmente, en su honor… pueda provocar tristeza, agobio… irritabilidad… incluso asco, rabia y hasta odio?




Tal vez piensen que exagero, pero lo cierto es que cada vez se oye más a menudo a alguien que comenta que “odia las navidades”. No se trata tan sólo de sátiras teatrales para monologuistas deslenguados (¿recuerdan aquel desternillante y corrosivo “Pastorcillos, pastorcillos…” de Pepe Rubianes?), sino de comentarios espontáneos en cualquiera de nuestros familiares y amigos… En cualquiera de nosotros.

         Dada la incuestionable actualidad del tema, permítanme analizar un poquito más a fondo la cuestión. Pues bien, podríamos decir que ante esa apabullante muestra de felicidad ambiental y colectiva, debe ocurrir, como reza aquel dicho popular, que “el césped siempre se ve más alto al otro lado de la valla.”  Pero hay que recordar que lo más paradójico de esa idea consiste en que es recíproca y lo mismo le suele ocurrir “al vecino”, pues resulta que “al otro lado de la valla” es una designación de lugar absolutamente relativa a la posición donde se encuentre el observador. Así pues, digamos que cada cual  va viendo ese despliegue de jubileo y se debe preguntar, en secreto,  si algo patológico debe estar padeciendo en su interior y que el anómalo debe ser uno mismo, pues la verdad es que uno no acaba de encontrar en sus adentros tal emergencia expansiva de entusiasmo y regocijo. Pero para no dejar expuesta su desviación o “anormalidad” en público, intentará apuntarse al carro, en alguna medida y así va siguiendo la corriente…




         Otro mecanismo para intentar recuperar algo de ilusión consiste en proyectarse en los hijos pequeños: mientras haya niños en casa, en la época de crianza, solemos identificarnos, inconscientemente, con la edad mágica de la infancia y nos lanzamos, así, a la transmisión intensa de todo el imaginario folklórico navideño. De esta manera, embufandamos a los críos hasta los ojos y los hacemos participar en la compra del árbol, los christmas de felicitación y demás abalorios de las fiestas. Los llevamos a ver el pesebre viviente, la cabalgata de Reyes y, sobretodo, les mostramos lo expertos que somos en confeccionar el  pesebre doméstico, añadiendo cada año más y más figurillas a abigarrado Belén, de forma casi compulsiva, a pesar de que la mayoría de los niños demuestren que  casi tienen suficiente con el “pixaner” y el “caganer”.



   

    








 La imagen social también pesa lo suyo, así “si el vecino pone un árbol adornado en la puerta de casa, pues yo podré largas serpentinas de luces de colores…” Y así vamos entrando en un bucle colectivo de complicidades encubiertas. Todo ello no es difícil que acabe por cristalizarse en una extraña ambivalencia de envidia y exclusión encubierta, por un lado, así como de escepticismo y desprecio, por otro. Y todo bien espolvoreado con una buena dosis de hipocresía social. Entonces, con este ánimo depresivo, no  es de extrañar que todo cueste más trabajo: la compra de regalos, la preparación más elaborada de las comidas familiares, etc., etc., y así se va entrando en un círculo vicioso que retroalimenta nuestro fastidio, con lo cual lo que acabamos deseando de verdad es que se acaben ya “de una puñetera vez las putas navidades de los cojones”, que diría Rubianes.





         Estas simples peculiaridades ya pueden empezar a explicar las sensaciones de incordio y falsedad que rezuma con facilidad en el ambiente navideño contemporáneo, pero aún queda mucho más en el fondo. En el fondo, y para resumirlo rápido, lo que hay es decepción. El regusto amargo de la decepción…




         (Continua en el próximo post  -y espero que entonces ayude a recuperar el auténtico espíritu navideño-)



Escrito por:Lauren Sangall. Psicólogo Clínico. Psicoterapeuta. Premia de Mar -Barcelona-      T. 93 751 63 54      e-mail: laurensangall@gmail.com 

1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho la primera imagen del pollo y el pavo... :). Muy descriptivo.

    Saludos Lauren.

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