miércoles, 21 de diciembre de 2011

("EL MENSAJE EN LA BOTELLA ") ("La burbuja rosa")





Este post va a ser distinto. Vamos a tomarnos un descanso de tanta teoría y tanta reflexión. Por una semana, y aprovechando la festividad navideña,  vamos a darnos un respiro y ya que venimos hablando de coincidencias y sincronicidades, en esta ocasión el artículo va a consistir, únicamente, en relatarles, al respecto, una anécdota personal. Pueden tomarlo, si gustan, como un cuento de navidad, aunque doy fe de la veracidad de la historia…

Verdaderamente, creo que podría, sin exagerar, escribir un grueso volumen completamente dedicado al relato de las circunstancias que he tenido la ocasión de experimentar, a lo largo de mi vida,  que podrían describirse como coincidencias significativas, que podrían llamarse  sincronicidades. Si las coincidencias intrigantes en la vida de Pauli fueron bautizadas por sus amigos como “Efectos pauli”, he de confesar que mis amigos más íntimos hablan, desde hace mucho tiempo,  de “laureanadas”.  No necesariamente son siempre coincidencias “directa e inmediatamente  afortunadas”, pues para entender lo que hemos venido llamando “sincronicidades”, hemos de hacerlo mirando la vida en perspectiva y, sobre todo, aceptando aquel viejo refrán que dice que “la vida no te da siempre lo que tú quieres… sino lo que tú necesitas.”



 Me voy a permitir, pues, extraer, de entre las que recuerdo en estos momentos, al menos una, pues, aunque no sea la más increíble, sí considero que reviste suficiente vistosidad y elegancia. Como mínimo, puede ser considerada por cualquiera como una coincidencia misteriosa, significativa y sorprendente.

Pues bien: corría un mes de julio, de finales de los noventa, y en casa habíamos decidido que aquel agosto volveríamos a hacer las vacaciones yendo a algún camping de la costa, con una antigua roulotte, que teníamos como herencia de mi suegro.


Mi esposa Mónica me insistía  en que antes habríamos de comprarnos un coche nuevo, pues el que teníamos por entonces, aunque seguía funcionando bien, consideraba que ya tenía demasiados años para aventurarnos de nuevo por las carreteras estivales remolcando una caravana, con el niño pequeño… etc. (¡ya se sabe: la protección de las madres, la intuición femenina…!)



 El tema fue que yo permití que fuera pasando el mes, ignorando sus ruegos, pues pretendía aprovechar el hecho de  que el año anterior le había colocado la “bola” de remolque al coche, y si las pretensiones eran las de estar todo el mes entero de vacaciones, con lo que daba nuestra economía había que hacer verdaderos juegos malabares. Así pues, los días iban transcurriendo hasta que llegó la última jornada laboral y por la mañana temprano me dirigí al centro médico donde ejerzo profesionalmente, conduciendo mi viejo auto. Cuando me encontraba por la mitad del trayecto, aproximadamente, circulando por la carretera nacional, justo al pasar por un semáforo poco oportuno (hace años que ya no existe), el coche que circulaba delante de mí, clavó sus frenos recién estrenados (aún llevaba la matrícula verde provisional), al ver que justamente en ese momento, el semáforo se ponía en ámbar. Lo más habitual, en esas circunstancias,  habría sido que el coche hubiera pasado y habría sido a mí, entonces, a quien me habría tocado frenar el primero. Sin embargo, una pareja de policías, parados junto al semáforo, probablemente influyó en la maniobra brusca de aquel conductor.


La cuestión fue que yo, que también andaría algo embobado mirando a los guardias, no tuve tiempo de reaccionar tan rápido, o que el coche viejo ya no frenó con tanta intensidad… En fin, que llegué a topar con el coche de delante. ¡Nada! ¡Ni siquiera hicimos parte! ¡Aquel coche era un impresionante todoterreno, 4x4, y con el impacto no sufrió ni un rasguño! Sin embargo, mi viejo Peugeot 309, se deformó aparatosamente. Todo el chasis de la parte delantera quedó irrecuperable y se rompió el radiador. En definitiva: vino la grúa y tras la valoración del mecánico, pedí que lo llevaran directamente al desguace. ¡Nos habíamos quedado sin coche! ¡Y a la semana siguiente habíamos de salir de vacaciones!
 Amablemente, el conductor de la grúa me condujo hasta mi lugar de trabajo y, aunque con retraso, pude aprovechar la mañana.


Luego, al mediodía, empleé aquellas  horas para darme un chapuzón en la playa y después me abandoné, estirado en la toalla, a un rato de relajación. A continuación,  intenté meditar… Aunque no quería preocuparme, me sentía afectado por lo ocurrido y los pensamientos al respecto se me acumulaban en la mente. De todas maneras, me di cuenta que con lo sucedido se resolvía el ruego de mi esposa. Al menos en parte. La parte que realmente le preocupaba: que saliéramos de vacaciones con  aquél coche remolcando la roulotte.



 Sin embargo, recuerdo con toda claridad, que a los pocos minutos,  estirado allá,  con los ojos cerrados, bajo el sol, me fui encontrando cada vez  más animado… hasta que sentí… se podría decir que… algo así como “fe”. ¡Sí! ¡No encuentro otra forma de explicarlo! No es que creyera en nada en particular, solo que tenía la intuición de que todo se arreglaría. Una sensación “loca” de que todo iría bien. ¡Como si lo que había pasado hubiera sido lo mejor…! ¡Me sentía tan perplejo por aquel sentimiento extraño… por aquella excitación irracional… que me vi impulsado a realizar algo… una especie de invocación!
 Sepan que me apasiona el misterio y la búsqueda del sentido… pero que, al mismo tiempo, trato de alejarme al máximo de todo razonamiento infantil, del pensamiento supersticioso y de las pretensiones narcisistas… Sencillamente, aquella emergencia de fe me desbordaba. ¿Porqué tenía aquella sensación tan “loca” que parecía decirme que  no me preocupara en absoluto…? Escrito estaba en los evangelios aquello de que la “fe mueve montañas”, sin embargo yo seguía más bien la línea de aquel otro refrán: “A Dios rogando… pero con el mazo dando.”



Y como no sabía con que mazo dar, allí mismo, estirado en la playa, en un estado de relajación profunda, visualicé un coche. Me cuesta confesar que en lo más íntimo de mi mente… formulara un ruego. ¡Ni lo afirmo ni lo  niego! La verdad es que logré entrar en una gran concentración: estaba intensamente concentrado, inmerso… absorto… entregado. Si llegué a rogar: “necesito un coche”, de  lo que estoy seguro es de que no fue un “pensamiento” hecho con la “cabeza”. ¡Aquel mensaje debió salir directamente de lo más profundo del corazón!  ¡Sí!  ¡Tal vez fuera un ruego! ¡Un ruego humilde y sincero, con el corazón abierto! ¡Con el corazón tendido al sol! ¡Pues no había ninguna pretensión! ¡Tan sólo una apertura…!

Visualicé un coche.  De ninguna marca, en concreto. Un coche esquemático, arquetípico. Sé que al final dije: “Me conformo con un coche pequeño.” Y después intenté añadir elementos, más bien por deformación científica. A modo de control experimental; así que pretendí introducir elementos concretos que, además, pudieren servir como señales de correlación, en lo que estuviere por venir. Así pues, concreté: Un coche pequeño, de segunda mano,  con motor diesel y de color metalizado en plata.




Con esas características, visualicé el coche, lo metí dentro de una burbuja de color rosa… (no sé bien porqué; tal vez lo había leído en algún sitio)… y dejé que se elevara… Que la burbuja rosa se fuera flotando por el Universo… con “mi coche” dentro… Como un mensaje en una botella lanzada al océano… 



La verdad es que fue una visualización que se fue formando, prácticamente, sola. ¡Por sí misma! Con un mínimo de “participación dirigida” por mi parte. Sencillamente, al estar bien centrado en mi propia respiración, casi sin proponérmelo, al ir soltando el aire, lentamente, se me formó la imaginación de que con mi exhalación estaba formando una burbuja… y se me ocurrió que fuera de color rosa…




Como si estuviera inflando un globo de chicle… Una burbuja que se iba haciendo grande y que en su interior alojaba un coche… un coche para mí… ¡Un coche regalo! Como quien plantara una semilla… Después, al dejar que se elevara y que desapareciera entre las estrellas, me liberé emocionalmente… ¡Allá va! ¡Que sea lo que tenga que ser! Es decir: liberé una intención, liberé un deseo… pero me desapegué por completo de cualquier resultado. Simplemente, me sentía inspirado…



Volví por la tarde al trabajo. Acabé las consultas y me despedí hasta después de las vacaciones. Tuve que coger el tren para volver a casa. Al llegar, Mónica tenía la mesa preparada para cenar. Quise esperarme a terminar la cena para explicarle el pequeño accidente que nos había dejado sin coche, pero no hubo ocasión. Antes de acabar el primer plato sonó el timbre de la puerta: era mi cuñado Juan. He de advertir que, por aquel entonces, llevaríamos ya unos quince años de casados y en todo aquel tiempo, mi cuñado no habría aparecido espontáneamente por nuestra casa más de un par veces.
Cuando Juan se acercó hasta la mesa,  yo presentía lo que iba a decir. No se anduvo por las ramas. Juan fue completamente directo:
-Lauren: ¿Te interesa un coche?
-¿Por qué habría de querer yo un coche?- le contesté, para saborear, por unos instantes, aquel delicioso juego.
-¡Es que me lo regalan y he pensado en tí, que ya tienes el coche bastante viejo! ¡Este está prácticamente nuevo! ¡Es de segunda mano pero está como nuevo!
-¿Es pequeño?
-Bueno, sí. Es un Ford Fiesta, pero Ghia, que es la gama más alta, con su techo solar, que se abre… ¡Muy chulo!
-¿Y es Diesel?- le seguí preguntando.
-¡Sí! ¿Cómo lo sabes…? ¿Te interesa?
-¿Cuánto cuesta?
-¡Nada! ¡Ya te lo he dicho! ¡Es un regalo! ¡El cambio de nombre! ¿Te interesa o no?
-¡Sólo si es metalizado!
-¿Te estás quedando conmigo? ¡Sí! ¡Es metalizado!
-¿Color plata?
-¡Plata metalizado! ¡Sí! ¿Pero cómo lo sabes…?
-¡Me interesa! ¡No sabes cuánto me interesa…! -acabé respondiéndole, intentando disimular mi asombro.

Disfrutamos seis años de aquel Ford Fiesta diesel metalizado, y durante aquel tiempo no pisó el mecánico más que para el cambio reglamentario de aceite. Nos deshicimos de él porque decidimos volver a tener un coche más grande. Cuando fui a dejarlo, en el concesionario, para llevarme el nuevo coche, sentí un gran agradecimiento y emoción. Cuando le saqué las llaves por última vez, y abandoné su interior, no calculé bien (¡después de seis años!) y me golpeé fuerte la cabeza al salir. ¡Vaya acto fallido!


Pero lo más curioso es que yo, que no tengo para nada la costumbre de comer golosinas y, menos aún, goma de mascar,  ese día, en ese momento, iba masticando indolentemente un chicle, que me había encontrado (¿casualmente?) en la guantera.  Precisamente, cuando apagué el motor, hice con el chicle  un globo. Y al salir y darme el coscorrón… se rompió, explotó el globo,  enganchándoseme en la cara. Era exactamente el momento de abandonar el coche… el momento en que aquel coche desaparecía de mi vida… y… ¡claro!  ¡Se deshizo la burbuja!   ¡Por cierto: era un chicle de color…  rosa



Aprovechando el tópico: “¡Feliz Navidad!”



2 comentarios:

  1. Hola Lauren,
    estoy "enganchadísima", creo que ya me he leído todas las entradas, es como tenerte delante...
    Felices fiestas y un abrazo muy muy fuerte.
    Ruth H.

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  2. Hola Lauren! Soy Psicólogo y buscando información técnica para explicarme una situación que estoy viviendo actualmente, me encontré con este escrito (coincidencias significativas) que me ha hecho reflexionar un poco, ya que en mi vida puedo dar fe de algunas sincronicidades, no de maneras tan claras como la que tu relatas. El punto es que se me estaba olvidando esto de la Fe y de la sensación de que todo ira. Gracias por recordármelo

    “la vida no te da siempre lo que tú quieres… sino lo que tú necesitas”

    Posdata
    Me gusta tu blog, creo que estoy en mora de compartir muchas cosas interesantes

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